Novasinergia 2023, 6(2), 06-22. https://doi.org/10.37135/ns.01.12.01 http://novasinergia.unach.edu.ec
Artículo de Investigación
La desactivación de la máquina urbanística. Por un verdadero derecho a la
ciudad.
The deactivation of the urban planning machine. For a true right to the city
Martín Aulestia Calero1
1Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad Central del Ecuador, Quito, Ecuador, 170521
*Correspondencia: jmaulestia@uce.edu.ec
Citación:, Aulestia, M. (2023).
La desactivación de la máquina
urbanística. Por un verdadero
derecho a la ciudad.
Novasinergia. 6(2). 06-22.
https://doi.org/10.37135/ns.01.12.01
Recibido: 27 de febrero de 2023
Aceptado: 21 de junio de 2023
Publicación: 14 julio 2023
Novasinergia
ISSN: 2631-2654
Resumen: El presente artículo aborda el argumento de que
cualquier derecho a la ciudad requiere de la recuperación de la
capacidad política para decidir el sentido, la forma y el
fundamento de las ciudades, que son los auténticos recintos en
que habita la humanidad moderna. Para ello clarifica el tipo de
relación que existe entre el moderno proceso de urbanización y
los fenómenos ligados a la industrialización y tematiza el
condicionamiento de carácter capitalista que se impone sobre la
ciudad moderna. De este modo saca a relucir que el urbanismo es
una cualidad decisiva de la modernidad, en la medida en que
posibilita la expresión espacial de todos los demás fenómenos
específicamente modernos. El urbanismo moderno es una
auténtica máquina de atomización social; ésta requiere ser
desactivada para que sea posible un verdadero “derecho a la
ciudad”.
Palabras clave: capitalismo, derecho a la ciudad, modernidad,
técnica, urbanismo.
Copyright: 2023 derechos
otorgados por los autores a
Novasinergia.
Este es un artículo de acceso abierto
distribuido bajo los términos y
condiciones de una licencia de
Creative Commons Attribution (CC
BY NC).
(http://creativecommons.org/licens
es/by/4.0/).
Abstract: This article sustains a fundamental argument: any right to
the city requires the recovery of the political capacity to decide the
meaning, form, and foundation of cities, which are the proper enclosures
in which modern humanity dwells. To this end, the article clarifies the
relationship between the modern process of urbanization and the
phenomena linked to industrialization and thematizes the capitalist
conditioning imposed on the modern city. In this way, it brings to light
that urbanism is a decisive quality of modernity insofar as it makes
possible the spatial expression of all other specifically modern
phenomena. It is then argued that modern urbanism is a veritable
machine of social atomization that must be deactivated if a true "right to
the city" is to be made possible.
Keywords: capitalism, right to the city, modernity, technology,
urbanicism.
Novasinergia 2023, 6(2), 06-22 7
1. Introducción
La idea de un “derecho a la ciudad” no es algo nuevo. La expresión aparece en 1968, cuando
el sociólogo y filósofo francés Henri Lefebvre (2017) escribió un libro que llevaba precisamente ese
nombre (Mathivet, 2010; Costes, 2011). Como parte del desarrollo de esa noción, Lefebvre desplegó
la idea de una “filosofía de la ciudad”, cuyo núcleo consistía en insistir radicalmente -valiéndose de
investigaciones, pensamientos y reflexiones- en la distinción entre la ciudad entendida como una
obra definida por su valor de uso -es decir, por las dimensiones estrictamente cualitativas de las
experiencias, la vida y el tiempo urbano- y la ciudad que, sometida a la lógica moderno-capitalista
del valor de cambio, tiene vigencia solamente como un producto cuyos espacios no son otra cosa que
mercancías, cosas que pueden comprarse y venderse.
Como ha mostrado David Harvey (2013), a lo largo de la historia del capitalismo, pero más
decididamente en su etapa neoliberal -en la que aún habitamos-, la calidad de la vida urbana y la
ciudad misma se han convertido en mercancía: tanto en espacio para el consumo como en espacio
consumible, como demuestra enfáticamente la orientación de las ciudades hacia el turismo global.
En ese sentido se ha podido hablar de “ciudades-espectáculo” que han sido subsumidas a la lógica
de una auténtica “maquinaria turística global” (Murray Mas, 2014) y que han desatado una auténtica
competencia mundial entre las ciudades para posicionarse y consolidarse como destino turístico
urbano (Hernández Ramírez, 2018).
Como consecuencia de esto las ciudades se han vuelto cada vez más desiguales y proclives al
conflicto, lo cual es a su vez un efecto de la creciente polarización en la distribución de la riqueza y
el poder. Este fenómeno encuentra expresión en las formas y divisiones espaciales que definen la faz
de las ciudades contemporáneas, donde cada vez está más generalizada la presencia de condominios
y urbanizaciones amuralladas, auténticas fortificaciones o comunidades cercadas sometidas a la
vigilancia permanente, dando lugar a “ciudades de muros” (Enríquez Acosta, 2007) y “barrios
cerrados”, nociones estas que tratan de dar cuenta de las formas contemporáneas de la segregación
residencial (Mendoza & Aste, 2010).
A lo largo de las siguientes páginas se presentan algunas incursiones conceptuales que pretenden
iluminar ciertas líneas de comprensión sobre la situación de la ciudad en el mundo contemporáneo.
Para ello, la sección de resultados y discusión se divide en tres apartados. En el primero nos
ocupamos de las relaciones entre el proceso de urbanización y el fenómeno de la industrialización,
e introducimos algunos avances en la comprensión del condicionamiento capitalista de la ciudad
moderna, al distinguirla de las ciudades preindustriales y precapitalistas. En la segunda parte
tratamos de situar a la ciudad como el recinto específico de la humanidad durante la modernidad
capitalista. Se argumenta además que el urbanismo es un fenómeno esencial sin el cual la
comprensión de la modernidad sería oscura e incompleta. En un tercer momento sostendremos que
el urbanismo moderno debe ser entendido como una técnica o una máquina que atomiza a los
individuos, termina por destruir a la calle y, correlativamente, a la ciudad misma. El artículo termina
con algunas sugerencias para pensar una transformación del sentido que ha adquirido la ciudad en
la modernidad capitalista, para lo cual se requiere una restitución de la dimensión política del
espacio social.
2. Metodología
En el proceso de elaboración de este artículo de carácter teórico-reflexivo se han utilizado
distintos métodos de recopilación para la información utilizada. Primero, se realizó una revisión
exhaustiva de la literatura existente sobre la situación de la ciudad en la modernidad capitalista.
Novasinergia 2023, 6(2), 06-22 8
Esto se hizo combinando dos procedimientos. Por un lado, recurriendo a los textos de algunos de
los teóricos fundamentales sobre la ciudad en la modernidad capitalista, y por otro valiéndose de
una búsqueda profunda en bases de datos académicas, lo cual se complementó con la consulta de
bibliotecas digitales para el acceso a libros, artículos científicos y ensayos relevantes. Además, se
utilizaron técnicas de búsqueda bibliográfica inversa para identificar otras fuentes relevantes a
través de las citas y las referencias encontradas en los textos seleccionados.
Tras esto, se establecieron algunos criterios para la selección de las fuentes bibliográficas. El criterio
fundamental consistió en rastrear y utilizar autores y textos que presenten una perspectiva crítica al
sometimiento de las ciudades contemporáneas a la lógica de acumulación del capital. Este criterio-
guía, sin embargo, requiere de varios criterios auxiliares para ser operativo. De ese modo se
consideraron relevantes los autores que han realizado contribuciones significativas en el campo de
la sociología urbana, la geografía crítica y la filosofía de la ciudad a través del análisis y la reflexión
de las dinámicas y complejidades derivadas de las desigualdades socioespaciales, la gentrificación,
la alienación urbana y, en general, las consideraciones relativas a la transformación del uso y el
sentido de la ciudad en el contexto del capitalismo contemporáneo.
Esta metodología se justifica por la naturaleza del artículo y es coherente con su objetivo de
proporcionar una comprensión crítica de la situación de la ciudad en la modernidad capitalista. La
recopilación de datos a través de la revisión de la literatura existente ha permitido construir un
riguroso y relevante complejo teórico sobre el fenómeno estudiado. Asimismo, la selección de
fuentes se justifica por la importancia de abordar los problemas urbanos actuales desde el marco
general de la crítica a la forma de organización socioeconómica existente y sugerir líneas reflexivas
sobre el sentido que ha adquirido la ciudad en el contexto capitalista. Los autores seleccionados
ofrecen un marco teórico sólido y han contribuido significativamente a la comprensión de las
cuestiones propuestas, lo que justifica su inclusión en este trabajo.
Estas decisiones metodológicas han permitido proponer un marco para la comprensión de las
dinámicas urbanas y situar la necesidad de dar forma a las condiciones que harían posible un
verdadero derecho a la ciudad.
3. Resultados
3.1 Urbanización, industrialización y capitalismo
Según Henri Lefebvre (2017), cualquier comprensión de la problemática urbana tiene que
partir de la descripción del proceso de industrialización. Esto es cierto sobre todo para el caso de los
países del capitalismo central, pero también, aunque en menor medida, para los países capitalistas
periféricos, en la medida en que la industrialización ha sido el motor de las transformaciones sociales
desde mediados del siglo XIX. Ahora bien, la relación entre lo urbano y lo industrial no debe ser
pensada de acuerdo con un esquema de causalidad unidireccional. Si bien es cierto que en un primer
momento parece correcto pensar que el proceso de industrialización corresponde a aquello que con
Lefebvre llamaremos “lo inductor”, mientras que todo lo referente a lo urbano, como las cuestiones
relativas al crecimiento, la planificación y lo concerniente a la ciudad en general, así como a sus
formas culturales específicas, hace el papel de “lo inducido”, el esquema de comprensión de estas
relaciones no puede ser tan simple. En primer lugar, porque más que sostener abstractamente que
los procesos de industrialización tienen un papel estrictamente inductor respecto de las realidades
urbanas, es indispensable llevar a cabo investigaciones que den cuenta de la interacción concreta
que se da entre ambos tipos de fenómenos en cada situación particular. Segundo, si bien se puede
afirmar, en términos abstractos, que la industrialización es un proceso característico de la ciudad
Novasinergia 2023, 6(2), 06-22 9
moderna, no podemos ignorar el hecho de que en ciudades del capitalismo periférico como las
latinoamericanas el proceso de urbanización, desde la segunda mitad del siglo XIX, ha coincidido
siempre y con pocas excepciones -como podrían ser los casos de los enclaves industriales que se
forman en países como Argentina, Brasil, México o Colombia al calor de las políticas de
industrialización por sustitución de importaciones que se desplegaron durante la década de 1930,
1940 y 1950- con limitados procesos de industrialización (Carrión, 2001; Cobos, 2014).
Es decir, la tesis teórica de la correspondencia esencial entre la ciudad moderna y el proceso de
industrialización requiere de una serie de precisiones que permitan que en su generalidad abstracta
no se pierda de vista la especificidad de las ciudades periféricas de la modernidad capitalista. Se
trata de pensar la particularidad de eso que el propio Lefebvre define como “sociedad urbana”, o
sea, la realidad social que acompaña al proceso de constitución de la ciudad moderna, sin
esquematismos que presupongan que esa sociedad urbana es, sin excepción, efecto de los procesos
industriales, lo que significaría, como consecuencia, que allí donde no ha habido sino escasamente
ese tipo de procesos tampoco sería legítimo hablar de una sociedad urbana moderna.
Si bien es cierto que el propio Lefebvre enfatiza constantemente que la industrialización ha de ser el
punto de partida para cualquier reflexión contemporánea, incluyendo la que hace de la ciudad su
objeto de investigación, también está claro que la ciudad no es una realidad que haya comenzado a
existir tan sólo a partir de los procesos de industrialización que ocurren en Europa desde mediados
del siglo XIX. La relación entre ciudad e industrialización está caracterizada por tensiones y los
desequilibrios (Herrero & Pérez, 2001). En efecto, muchas de las magníficas creaciones urbanas de
las que tenemos memoria son auténticas obras cuya belleza proviene de tiempos anteriores a la
industrialización. “Resulta de todo punto imposible pensar la ciudad y lo urbano modernos en tanto
que obras (en el sentido amplio y fuerte de la obra de arte que transforma sus materiales) sin
concebirlos previamente como productos” (Lefebvre, 2013, p.55). Si la ciudad puede ser pensada
como obra de arte es porque tiene en ella algo de irremplazable, único e irrepetible. Por el contrario,
la ciudad entendida como producto es aquella que, sometida ya a la lógica productiva mercantil,
puede repetirse y, todavía más, es el resultado de gestos y actos repetitivos. Ahí donde impera la
repetición, el resultado no puede pensarse bajo ningún punto de vista como obra, sino que debe
pensarse estrictamente como producto.
Ahora bien, Lefebvre (2013) mostró que la distinción entre obra y producto es relativa, que entre
ambas dimensiones no hay ni plena identidad ni completa oposición, pues una y otra comparten el
hecho de ocupar un espacio, engendrarlo, elaborarlo y circular a través de él. Toda morada, desde
la cueva primitiva hasta la gran ciudad contemporánea, es a la vez obra y producto, lo cual muestra
bien la dificultad de analizar las relaciones sociales. Cualquier morada permite descubrir que, entre
naturaleza y cultura, obra y producto, tiempo y espacio, lo que existe es una serie de complejas
mediaciones y nunca oposiciones simples (pp.139-140). Así pues, el énfasis en alguna de estas
dimensiones es siempre analítico, y el pensamiento procurará insistentemente sacar a la luz las
mediaciones necesarias entre los dos términos. En efecto, al enfatizar el aspecto de obra de la ciudad,
apuntamos al hecho de que está profundamente definida por su valor de uso. Mientras tanto, en la
medida en que podemos afirmar que la ciudad es un producto, estamos subrayando el hecho de que
ya se ha subsumido a la lógica del valor de cambio, lo que equivale a decir que se ha convertido en
una mercancía. Esto último es precisamente lo que ocurre en el mundo contemporáneo, en el que
las ciudades son reducidas cada vez más a puros espacios para el turismo internacional o fragmentos
de espacios intercambiables de acuerdo con el precio que es especulativamente definido por la lógica
del capital inmobiliario (López, 2020; Cobos, 2020).
Novasinergia 2023, 6(2), 06-22 10
El carácter que predominaba en las ciudades preindustriales era el de ser obras, lo cual, por cierto,
hacía de ellas espacios profundamente políticos. La ciudad europea medieval, por ejemplo, era
esencialmente un centro de vida social y política, a diferencia de los feudos, que eran espacios
funcionalmente dedicados a la reproducción de la vida económica, a pesar de haber estado
socialmente soportados por la lógica política de la lealtad del siervo al señor. El carácter
privilegiadamente político de la ciudad medieval tenía que ver con la cuestión del uso de la ciudad,
que se transparentaba en el carácter dispendioso y derrochador de las fiestas que tenían lugar entre
sus calles y plazas.
El uso de la ciudad, es decir, de las calles y las plazas, los edificios y los monumentos, es la fiesta que
consume de modo improductivo riquezas enormes (en objetos y dinero), sin otra ventaja que el
placer y el prestigio (Lefebvre, 2017, p.24).
Como mostró extensamente Mijaíl Bajtin (2018), lo que caracteriza la fiesta carnavalesca, propia de
la cultura popular medieval y renacentista, es la “inclinación por la abundancia y la plenitud”, así
como el hecho de no tener un carácter egoísta y personalista, sino más bien procurar la “abundancia
general” (p.34). Ahora bien, el carácter de obra de la ciudad medieval es representativo de otra
constante histórica: las sociedades opresivas suelen ser ricas creadoras de obras.
En lo que respecta a los opresores, a los amos de las sociedades anteriores a la democracia burguesa
-príncipes, reyes, señores y emperadores-, ellos tuvieron el sentido del gusto por la obra, en
particular en el campo arquitectónico y urbanístico. La obra responde más al valor de uso que al
valor de cambio (Lefebvre, 2017, p.35).
Esto cambia decisivamente cuando la reproducción social pasa a estar prioritariamente concentrada
en la producción de mercancías, es decir, cuando se erige la sociedad burguesa, la cual sustituye a
la opresión por la explotación como fundamento de las relaciones sociales, con lo cual la capacidad
creadora, extensamente manifestada en el profundo carácter artístico de las ciudades preburguesas,
se debilita e incluso desaparece.
Ahora bien, no deja de ser cierto que las ciudades medievales europeas se caracterizaron por una
importante concentración de riqueza, resultado de la multiplicación de actividades comerciales y
bancarias. Como ha mostrado David Harvey (2013), las ciudades siempre han emergido como
resultado de un proceso de concentración geográfica, social y de excedentes productivos. Por eso, lo
que hace de la ciudad medieval fundamentalmente una obra caracterizada por el predominio del
valor de uso, y no tanto un producto subsumido a la lógica del valor de cambio, como ocurrirá con
las ciudades de la modernidad capitalista, es que la riqueza generada no pretendía ser acumulada y
reinvertida en búsqueda de una ganancia siempre creciente, sino que los gobernantes de las
ciudades medievales utilizaban improductivamente un buen porcentaje de las riquezas que esas
ciudades acumulaban.
Antes del despliegue del moderno proceso de industrialización, que daría lugar al nacimiento de la
burguesía en sentido estricto, la riqueza se había transformado decisivamente: ya no era
fundamentalmente inmobiliaria, como había sido durante toda la Edad Media y buena parte de la
historia de las civilizaciones humanas. Es decir, la propiedad de la tierra y la actividad agrícola ya
no eran predominantes en la formación de la riqueza, sino que esta pasó a estar concentrada
fundamentalmente en manos de unos protocapitalistas urbanos que se habían ido enriqueciendo a
través del comercio, la banca y la usura. Esa riqueza acumulada podrá ser eventualmente utilizada
como capital y ser invertido en el despliegue del proceso de industrialización.
Lo usual en el caso europeo fue que las industrias nacientes se asienten en las afueras de las ciudades,
cerca de las fuentes de energía -como son los ríos, los bosques y las minas-, de las materias primas -
Novasinergia 2023, 6(2), 06-22 11
sobre todo minerales- y de las reservas de fuerza de trabajo: un artesanado o campesinado que
proporcionaron al capitalismo industrial una fuerza de trabajo calificada en la cual no tuvieron que
invertir. Esto es a lo que se refiere Lefebvre en Espacio y política (1976) cuando afirma que el capital
se apropia de las realidades urbanas preexistentes, así como de la agricultura, los suelos, los
subsuelos y los bienes inmuebles. “Así pues, el capitalismo no se ha mantenido más que
extendiéndose a la totalidad del espacio” (p.99).
Lo dicho hasta aquí nos permite escapar a la primera apariencia de unidireccionalidad causal en la
relación entre lo inductor y lo inducido. En efecto, las ciudades preburguesas eran también
mercados, fuentes de un capital que allí se había ido concentrando, centros de gestión de esos
capitales -o sean bancos-, residencias para los representantes del poder político y -quiero insistir en
ello- reservas de fuerza de trabajo calificada. Es que la ciudad, en un paralelismo con el taller
manufacturero tal y como lo conceptualiza Marx (1979) en el primer tomo de El capital, posibilita la
concentración de los medios de producción -instrumentos, materias primas, fuerza de trabajo- en un
espacio definido y circunscrito (p.409).
Ya no podemos seguir diciendo de manera abstracta que el factor inductor sea siempre y en cada
caso la industrialización, porque la ciudad ha sido también un factor esencial para el despliegue de
la industria, dado que sin las preexistentes concentraciones urbanas no es ni siquiera pensable aquel
proceso de concentración de capitales que permitió el despliegue del capitalismo industrial. Es
recién cuando ese despliegue se ha efectuado que el capital podrá empezar a producir sus propias
ciudades, que a partir de entonces no serán otra cosa que meras aglomeraciones industriales: ya no
obras, por lo tanto, sino productos. Entre la industrialización y la ciudad no hay una relación
unidireccional y monocausal sino una causalidad bidireccional: la ciudad debe pensarse como causa
y como efecto de la industrialización. Hay, ciertamente, realidades urbanas que han antecedido a la
industrialización; pero una vez que ésta se ha desplegado, ha adquirido la capacidad de producir
sus propias ciudades, subsumidas esta vez a su lógica productiva.
Fernand Braudel (1984) mostró que aquel proceso que la historiografía ha llamado “revolución
industrial” fue posible tan sólo en medio de otras revoluciones aledañas, una de las cuales fue,
precisamente, una revolución urbana, favorecida a su vez por una revolución demográfica -
consistente en el crecimiento poblacional- que, por su parte, le debe mucho a la revolución agrícola
que posibilitó, desde mediados del siglo XIX, un aumento en la capacidad productiva de la
agricultura, para la cual fueron fundamentales las investigaciones del químico Justus von Liebig,
cuya obra titulada Química Agrícola fue, por cierto, de suma importancia para Marx y su tesis de que
la industria a gran escala y la agricultura a gran escala se combinan para empobrecer el suelo y al
trabajador” (Bellamy Foster, 2000, p.240). Para superar esta situación, Marx (y Engels) consideraban
necesario superar la relación antagónica entre campo y ciudad, profundizada por un urbanismo que
provocaba la dispersión de la población y la ruptura de la relación metabólica entre los seres
humanos y la tierra (p.269).
Esta revolución urbana que se da concomitantemente con la revolución industrial, como muestra
Braudel (1984), ha sido el mayor proceso de urbanizaciones simultáneas del que tengamos
constancia, quizás con excepción del actual proceso de urbanización china que, como muestra
Harvey (2013), ha alcanzado hoy dimensiones auténticamente planetarias. Sea cual sea el caso, el
dato más relevante de la mencionada revolución urbana consiste, precisamente, en que instala una
tajante división social del trabajo entre el campo y la ciudad.
Según Lefebvre (2017) esta división se verifica ya en las experiencias antiguas de urbanización, por
lo que tendría que ser considerada como una de las primeras y fundamentales divisiones del trabajo,
junto con la división según la edad y el sexo o “división biológica del trabajo” y con la organización
Novasinergia 2023, 6(2), 06-22 12
según los instrumentos y las habilidades o “división técnica del trabajo”. Ahora bien, lo específico
de la división social del trabajo entre el campo y la ciudad es que se corresponde con una separación
entre el trabajo material y el trabajo intelectual, o sea, entre una forma de trabajo referida al mundo
“natural” y otra referida al mundo “espiritual”. Así, en la ciudad quedaron concentradas, por un
lado, las formas industriales del trabajo y, por otro, sus formas intelectuales. Así se explica aquel
imaginario constitutivo de la experiencia subjetiva moderna que refiere el campo a metáforas tales
como “la naturaleza”, “el ser” o “lo original/originario”, mientras la ciudad queda enlazada a la
conciencia, la voluntad, la racionalidad y la reflexión. Todo lo dicho explica que las ciudades hayan
reclamado el monopolio de las actividades industriales, lo cual aceleró e incrementó la magnitud de
la acumulación de capital y favoreció la circulación dineraria. De esta manera las ciudades se
convirtieron en entidades socioespaciales decisivas para la configuración del capitalismo en
Occidente (Braudel, 1984).
3.2 La ciudad como recinto de la humanidad moderna
La ciudad, producida o refuncionalizada en la modernidad a partir de la lógica del valor de
cambio, irá perdiendo su carácter de obra. De algo como esto se percató también Walter Benjamin
(2005) en El Libro de los Pasajes al mostrar que, con el aparecimiento del hierro, primer material
artificial para la construcción, la arquitectura empezó a desprenderse del arte para aproximarse a la
lógica fabril e ingenieril, en un proceso análogo al del aparecimiento de los panoramas, esas
anticipaciones de la fotografía y el cine que provocaron que la pintura se vaya independizando del
arte. Ambos casos tienen que ver con innovaciones técnicas que posibilitan la reducción de lo que
era objeto del arte al puro pragmatismo funcional requerido por el utilitarismo del capital. En efecto,
Benjamin consideraba que los panoramas anunciaban una completa transformación de la relación
entre arte y técnica.
Fue precisamente en una profunda transformación técnica que Bolívar Echeverría (2011) rastreó el
“fundamento de la modernidad”. Dicha transformación habría consistido en la consolidación
indetenible de un cambio tecnológico que afectó la raíz de las múltiples “civilizaciones materiales”
del ser humano como efecto de una ampliación de la escala de su operatividad instrumental. Así, en
Echeverría encontramos al menos dos definiciones de lo que sería la modernidad. En relación con
esta cuestión técnica, la modernidad consistiría en el reto de asumir la posibilidad real de poner en
vigencia un campo instrumental cuya efectividad técnica ampliada haría posible que la abundancia
sustituyera a la escasez como situación original y fundante de la existencia humana (pp.51-52). De
este presupuesto se desprende la tesis de Echeverría sobre la existencia de múltiples figuraciones de
la modernidad, cada una de las cuales se correspondería con los diversos intentos de asumir ese
reto.
Desde aquí podemos dirigir la mirada hacia la segunda connotación del concepto de modernidad
en el pensamiento de Echeverría (2011), que tiene que ver con las relaciones específicas que esta
guarda con el capitalismo. Por una parte, dice el filósofo ecuatoriano, la modernidad hace referencia
al “carácter peculiar de una forma histórica de totalización civilizatoria de la vida humana”, por
otra, el capitalismo se define más bien como una “forma o modo de reproducción de la vida
económica del ser humano” (p.48). Aquí nos interesa la distinción entre el concepto de modernidad
y el de capitalismo. Para Echeverría, el que sean dos fenómenos conceptualmente distintos es
fundamental para plantear su tesis sobre la multiplicidad de modernidades y para delinear
intelectualmente la posibilidad de una modernidad que no sea ya capitalista. El hecho es que a la
modernidad efectiva histórico-concreta el capitalismo le ha conseguido imponer un sesgo especial,
pues el capitalismo maquinizado de corte noreuropeo fue el más funcional para asumir el reto de la
Novasinergia 2023, 6(2), 06-22 13
profunda transformación técnica de las civilizaciones humanas. Dicho sesgo consiste en que,
portando consigo la posibilidad de sustituir la abundancia por la escasez, la técnica subsumida a la
lógica del capital de hecho recrea artificialmente las condiciones ampliadas de esa escasez para
garantizar la espiral ascendente de la acumulación, de la valorización del valor.
Estos delineamientos son fundamentales para comprender lo que, al decir de Echeverría, serían los
cinco rasgos característicos de la vida moderna (pp.57-62): (1) el humanismo, que hizo que el Hombre
entendido como sujeto independiente se convirtiera en el fundamento de todo lo real; (2) el
progresismo, consistente en la prioridad absoluta de la novedad futura como constitutiva de la
experiencia temporal; (3) el individualismo, por el cual el proceso de socialización prioriza a la
persona contra las fuentes concretas de socialización del individuo; (4) el economicismo, entendido
como el predominio de la dimensión económica y de la propiedad privada en la vida social; y
finalmente (5) el urbanismo, que es el que nos interesa principalmente, en la medida en que
humanismo, progresismo, individualismo y economicismo se concretizan espacialmente en el
urbanismo moderno.
El modo específico de manifestación del urbanismo es la gran ciudad moderna, que pasa a
convertirse en el recinto exclusivo de lo humano en la medida en que rompe la dialéctica histórica
entre campo y ciudad. De este modo, la gran ciudad concentrará de manera monopólica y en un
espacio circunscrito los cuatro núcleos principales de la actividad moderna: (1) la industrialización,
de la que nos ocupamos en el apartado anterior; (2) la potenciación de las actividades comerciales y
financieras; (3) la puesta en crisis y la refuncionalización de las “culturas tradicionales” -de matriz
fundamentalmente agraria-; y, finalmente, aquello que Echeverría llama (4) la “estatalización
nacionalista de la actividad política”, es decir, la concentración/reducción de lo político a las
actividades relativas a la elección de autoridades representativas de carácter nacional que se
encarguen de administrar las diversas funciones e instituciones del Estado. Por lo tanto, en la
modernidad, la gran ciudad se convierte en el hábitat espefico del ser humano.
De aquí se derivan los que, según el sociólogo alemán Georg Simmel (1986), serían los “problemas
fundamentales de la vida moderna”, consistentes en el esfuerzo del individuo por mantener la
autonomía y originalidad de su existencia ante las “fuerzas aplastantes” de la sociedad, la historia,
la civilización y la técnica. El tema propio del pensamiento moderno, cree Simmel, ha sido el de la
resistencia del sujeto frente a la amenaza permanente de su homogenización, nivelación y utilización
por el ciego mecanismo técnico y social. Esta amenaza encontraría su máxima expresión subjetiva
en el Großstädter, o sea, en aquel que habita la gran ciudad moderna.
Lo que caracteriza al Großstädter es la inédita intensificación de su vida nerviosa como resultado de
la rápida sucesión de las impresiones internas y externas a la que se ve sometido en el espacio de la
metrópoli moderna. Para Simmel, la conciencia del ser humano está constituida por un diferencial
que resulta de la distancia existente entre la impresión presente y la impresión precedente. En la
gran ciudad la conciencia está enfrentada a una sucesión de imágenes variadas, concentradas y que
se alternan rápidamente, así como a una gigantesca diversidad de objetos, inabarcables con una sola
mirada y, en fin, a una serie de impresiones que tienen a la conciencia en un estado de excitación y
atención permanente.
Todo esto es el resultado del aumento de la velocidad y la diversificación de la vida económica y
social, que distingue de manera decisiva e incomparable la experiencia subjetiva del habitante de la
metrópoli de la del habitante de las ciudades pequeñas o del campo, donde la velocidad de las
impresiones es más lenta y regular. Por esto, a su vez, tanto en el campo como en las ciudades más
pequeñas la existencia social está fundada en sentimientos y lazos afectivos, mientras que, en la gran
ciudad, el Großstädter, como protección contra la experiencia fundamental del desarraigo que
Novasinergia 2023, 6(2), 06-22 14
caracteriza a la existencia en un medio ambiente siempre fluctuante, reacciona no mediante los
afectos sino mediante la razón, que se convierte en el órgano primordial con el que el ser humano
citadino se enfrenta al mundo.
Ha sido siempre en las ciudades, como ya hemos dicho, donde ha sido posible el aparecimiento de
una economía propiamente monetaria, puesto que en ellas ocurrió, por un lado, la concentración de
la riqueza y, por otro, la diversificación de los intercambios. Efectivamente, la economía monetaria
difícilmente podría haber surgido en medio de los escasos intercambios que, comparativamente, han
caracterizado siempre a la vida rural. Ahora bien, la economía monetaria y la primacía de la razón
han sido, históricamente, dos procesos íntimamente relacionados, o más bien, análogos, puesto que
ambos comparten el hecho de hacerse cargo de las cosas y las personas de un modo puramente
objetivo y abstracto. Es que lo racional exige, en último término, la indiferencia ante toda
particularidad, ya que en lo individual hay cualidades, relaciones y reacciones que no pueden
comprenderse a través de la sola razón. Del mismo modo, el dinero requiere de una reducción de la
diversidad cualitativa de los objetos a aquello que les es equivalente y común. En efecto, el valor de
cambio abstrae toda cualidad como condición de posibilidad para el puro intercambio cuantitativo.
Al decir de Simmel (1986), en la medida en que, en la gran ciudad moderna, la producción está
exclusivamente destinada al mercado, sucede que entre productor y consumidor hay un mutuo
desconocimiento, un proceso también descrito por Marx y al que denominó “fetichismo de las
mercancías”.
Lo misterioso de la forma mercantil consiste sencillamente, pues, en que la misma refleja ante los
hombres el carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los productos
del trabajo, como propiedades sociales naturales de dichas cosas, y, por ende, en que también refleja
la relación social que media entre los productores y el trabajo global, como una relación social entre
los objetos, existente el margen de los productores (Marx, 1980, p.88. Las cursivas son mías).
Así pues, la relación de intercambio está dirigida exclusivamente por la implacable objetividad que
proviene de la lógica mercantil, del valor de cambio que subsume toda cualidad y particularidad
que pueda manifestarse en el valor de uso de las cosas. El dinero aparece en el proceso del
intercambio cuando un objeto específico adquiere el carácter de “equivalente general” de todas las
mercancías.
La clase específica de mercancías con cuya forma natural se fusiona socialmente la forma de
equivalente, deviene mercancía dineraria o funciona como dinero. Llega a ser su función social
específica, y por lo tanto su monopolio social, desempeñar dentro del mundo de las mercancías el
papel de equivalente general (Marx, 1980, p.85)
Ahora bien, para Simmel (1986) la esencia del dinero no tiene tanto que ver con el hecho de que una
mercancía específica adquiera la función social de ser el equivalente general de todas las demás, sino
más bien con el cálculo. El cálculo introduce en las relaciones interhumanas una precisión y
seguridad en la determinación de lo equivalente que ha encontrado su contraparte necesaria en la
“difusión universal de los relojes de pulsera”, que se convierten así en la manifestación objetiva y en
el símbolo del cálculo racional convertido en lógica rectora de la vida social moderna. En su magnum
opus titulado Filosofía del dinero, Simmel dejó sentada la relación que existe entre la generalización
del dinero y la arriba mencionada intensificación de la vida nerviosa o, como la llama allí,
“multiplicación extraordinaria de los procesos psíquicos”, dentro de la cual tiene un papel
fundamental la dinámica característica de la economía moderna: “pensemos en lo complicado de las
condiciones psicológicas que precisa el respaldo de los billetes por medio de las reservas bancarias”.
Todo esto es decisivo para el predominio citadino de la racionalidad sobre el sentimiento, pues
indica “un cambio fundamental de la cultura hacia la inteligencia”.
Novasinergia 2023, 6(2), 06-22 15
Dentro de la esfera comercial, especialmente cuando se trata de negocios monetarios, el intelecto es
soberano. La elevación de las facultades intelectuales y abstractas caracteriza una época en la que el
dinero se convierte en puro símbolo y es indiferente a su valor intrínseco (Simmel, 2013, p.162).
Esa indiferencia al valor intrínseco del dinero se corresponde con aquel proceso -descrito por Marx-
de constitución de una única mercancía dotada de la función social de ser el equivalente general. De
todos modos, lo fundamental es esa soberanía del intelecto que es esencial para el modo de vida de
las ciudades modernas. Ahora bien, al igual que en la relación entre ciudad e industrialización, aquí
debemos reconocer una relación de bicausalidad, porque las grandes ciudades son a la vez causa y
efecto de esta reducción de la vida social al cálculo de lo equivalente.
Lo que podemos afirmar convincentemente es que cualquier técnica de la vida urbana moderna sería
imposible sin que sus actividades y relaciones estén encerradas dentro del esquema rígido e
impersonal que es consecuencia de la racionalización del tiempo, el espacio y sus usos posibles. A
esto se refería Max Weber (2016) al final de La ética protestante y el espíritu del capitalismo cuando
afirmaba que la racionalización de la vida moderna, que justamente se convierte en un mecanismo
exclusivamente técnico-económico en el momento en que el capitalismo se desprende de su original
fundamento ético-religioso, termina constituyendo una auténtica “jaula de hierro”, una máquina
que se presenta como una fuerza irresistible de la que el individuo moderno parece ya no poder
escapar (p.261).
No deja de ser curioso que la fluidez y la volatilidad de impresiones, sensaciones y experiencias que
caracteriza a la vida en la gran ciudad termine encontrando su identidad última con los más estrictos
y rígidos esquemas de racionalización de la vida. Esto se explica por el carácter jánico de la
modernidad identificado por Charles Baudelaire en El pinto de la vida moderna (1995): “La
modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo
eterno e inmutable” (p.92). Esta definición, por cierto, ha terminado volviéndose canónica entre
varios de quienes han tratado de capturar el significado de la vida moderna (Berman, 1989; Harvey,
1998; Bauman, 2003).
Según Marshall Berman (1989), una tendencia generalizada entre quienes han procurado acercarse
a una comprensión de la vida moderna ha consistido en distinguir entre su plano material y su plano
espiritual, introduciendo un dualismo que es problemático en la medida en que quiere separar dos
dimensiones que en realidad están esencialmente entrelazadas, cosa que se manifestaría
patentemente en la unidad íntima que existe entre el ser moderno y el entorno moderno, que es
precisamente la gran ciudad. Es en esa íntima pertenencia que puede manifestarse, afirma Berman
interpretando a Baudelaire, la belleza auténtica y distintiva de la vida moderna, que es inseparable
de dos cualidades que también son inherentes a la modernidad. Nos referimos, primeramente, a su
“inherente miseria”. Ya Walter Benjamin (2005), al realizar su investigación sobre los pasajes de
París, le había prestado una atención particular a la figura del artista modernista y, en concreto, a la
figura de Baudelaire, a quien consideraba dotado de un “genio alegórico” que le permitía lanzar
sobre la ciudad una mirada que revela el sentimiento generalizado de una profunda alienación. “Es
la mirada de un flâneur, en cuyo género de vida se disimula tras un espejismo benéfico la miseria de
los futuros habitantes de nuestras metrópolis” (p.57). La miseria sería inherente a la condición de las
ciudades en la modernidad realmente existente en la medida en que se encuentra decisivamente
sesgada por la lógica de la acumulación del capital. La segunda cualidad que caracteriza a la vida
en la ciudad moderna según Berman (1989) es la ansiedad generalizada, provocada por una promesa
de progreso que nunca termina de llegar ni de realizarse, mientras lo que llega y se va acumulando
son las pilas de facturas sin pagar. Junto a la ansiedad, con Georg Simmel (1986) podríamos añadir
que el estado anímico del habitante de la gran ciudad está profundamente definido por el hastío. El
Novasinergia 2023, 6(2), 06-22 16
hastiado es aquel que se ha vuelto indiferente a las variaciones cualitativas entre las cosas, lo cual es
consecuencia de la generalización de la economía monetaria y del predominio de la dimensión
racional-abstracta, homogeneizadora y equivalencial en la vida social. Si, como sostiene Simmel, el
individuo procura resistir a esta dinámica de homogenización, se le desarrolla un instinto de
conservación contra la gran ciudad, que se traduce en una actitud de reserva y desconfianza respecto
de su entorno social. ¿Cómo se manifiesta todo esto? En el hecho, identificable para todo aquél que
habite en una metrópoli, de que el individuo ya no conoce tan siquiera a los vecinos con los que
cohabita en un mismo barrio o en un mismo edificio. Se trata, pues, de aquel individualismo
característico de la vida moderna, y que, como dijimos, se expresa espacialmente en la gran ciudad.
Para Simmel la desconfianza, la reserva y el hastío se han convertido en las formas elementales de
la socialización dentro de la gran ciudad. Ahora bien, aquel instinto de conservación que está detrás
de todos estos estados de ánimo fracasa, y dentro de la gran ciudad, la individualidad termina
siendo inevitablemente homogenizada, reducida a ser el mero ejemplar de alguna tipología social.
Para Benjamin (2005) es eso lo que da lugar a la flânerie, que define la actitud subjetiva del habitante
de la gran ciudad, caracterizada precisamente por la angustia de no poder, sin importar cuántas
excéntricas singularidades se acometa, abandonar el “círculo mágico del tipo” (p.58). Según Simmel,
en la búsqueda de preservar su individualidad, el habitante de la gran ciudad busca con insistencia
la singularidad y la excepcionalidad, con el propósito de escapar a las redes de la homogenización
que se despliegan por el dominio de la lógica mercantil y racionalizadora que caracterizan la vida
urbana moderna. Benjamin muestra, sin embargo, que lo que gobierna sobre la ciudad moderna -el
paradigma de la cual sería, según Benjamin, la París de mediados del siglo XIX- es la fantasmagoría
del “siempre lo mismo”. Si el progresismo, como ya vimos, caracteriza la experiencia moderna de la
temporalidad, haciendo que esta esté permanentemente lanzada hacia la novedad futura, en
correspondencia con el predominio del polo de lo efímero -que es uno de los dos costados esenciales
de la vida moderna-, ahora podemos decir que la novedad incesante que caracteriza la experiencia
de la vida citadina es en realidad el envoltorio ilusorio que oculta la repetición inacabable de lo
mismo.
En efecto, la lógica de la racionalización homogeneizadora es la que demanda permanentemente la
recreación de aquellas condiciones de escasez artificial necesarias para garantizar la acumulación
del capital. A esta lógica de repetición incesante se refería Guy Debord (2015) cuando hablaba de “el
mal sueño de la sociedad moderna encadenada” (p.44). Es necesario, por tanto, ser radicalmente
crítico con la noción moderna de progreso. De lo que se trata es de romper la identidad supuesta
entre progreso y renovación incesante de la novedad, o sea, de destruir teóricamente ese
progresismo que, en tanto esencia de la experiencia moderna de la temporalidad, provoca que el
estado anímico del habitante de la gran ciudad no pueda ser otro que el del hastío o la ansiedad.
Esta crítica tiene que sacar a relucir el hecho de que esa prioridad de la novedad es en realidad la
entronización de una seudonovedad que pretende ocultar la repetición incesante de lo que es el
fundamento civilizatorio de la modernidad capitalista: la lógica de la valorización del valor o
acumulación de capital. El progresismo, la prioridad absoluta de lo novedoso, tiene como
consecuencia adicional que “la modernidad puede no tener respeto alguno por su propio pasado, y
menos aún por aquel de cualquier otro orden premoderno” (Harvey, 1998, p.26). El progresismo es,
pues, catastróficamente avasallador con todo aquello que pueda ser identificado como propio del
pasado. Esto es válido también para las realidades urbanas, que, si no son directamente destruidas
para que el capital inmobiliario pueda convertir a sus ruinas en espacios propicios para la inversión,
son vueltas insustanciales al reducirlas a meros espacios para el consumo turístico.
Novasinergia 2023, 6(2), 06-22 17
3.3 El urbanismo moderno como máquina atomizadora
Ya hemos dicho que las ciudades emergen como resultado de un proceso de concentración
geográfica, social y de excedentes productivos. Por esa razón, la urbanización ha sido siempre un
fenómeno asociado a la división de clases sociales. Ahora bien, la particularidad del capitalismo pasa
por su incesante necesidad de producir un excedente, razón por la cual requiere reproducir
artificialmente las condiciones de la escasez. Además de esto, sostiene Harvey (2013), el capitalismo
produce continuamente el excedente requerido por el proceso moderno de urbanización. Pero una
vez más la relación es aquí de una causalidad recíproca, porque el capitalismo necesita a su vez de
la urbanización para absorber el excedente de capital y fuerza de trabajo. Así pues, la tesis
fundamental de Harvey es que hay una conexión íntima entre el desarrollo del capitalismo y el
proceso moderno de urbanización.
La absorción de los excedentes mediante la reestructuración de los entornos urbanos se vale de un
mecanismo que, siguiendo a Marx, Harvey ha llamado “destrucción creativa”, un proceso
enteramente atravesado por una dimensión de clase, en la medida en que suelen ser lo más pobres
y marginados del poder político quienes sufren estos procesos. Es que “para hacer surgir la nueva
geografía urbana del derrumbe de la antigua se requiere siempre violencia” (Harvey, 2013, p.37), lo
que significa que la urbanización capitalista se da a costa de la desposesión y el desplazamiento de
las masas urbanas, que son arrebatadas de cualquier derecho a la ciudad.
Al decir del propio Harvey (1998), un elemento característico del urbanismo moderno es la presencia
del tráfico, que antes de ser aquel tráfico de automóviles que lleva cada vez más a las metrópolis
contemporáneas al borde del colapso, fue un tráfico de personas y mercancías que nació en los
bulevares de ciudades como París a mediados del siglo XIX. Así, el tráfico originalmente representa
para el individuo la lucha con un conglomerado de masa y energía que es rápido, pesado y letal. La
esencia misma del tráfico de la metrópoli está ya configurada antes del aparecimiento del automóvil.
Por esta razón el bulevar fue durante el siglo XIX el símbolo perfecto de las contradicciones internas
al capitalismo, pues en el caos de la velocidad del tráfico, la racionalidad de cada individuo lleva
directamente a la irracionalidad anárquica del sistema social. Berman (1989) también identifica al
bulevar como un espacio privilegiado para sacar a la luz las contradicciones inherentes al
capitalismo en su interpretación del texto “Los ojos de los pobres” (1864) de Baudelaire, que es
ambientado precisamente en los entonces novedosos bulevares parisinos.
En términos de estrategia explícita, Napoleón III y Georges-Engène Haussmann concibieron a las
nuevas calles, avenidas y bulevares del París que empezaron a reconstruir en la década de 1850 como
las arterias de un “sistema circulatorio urbano”, cuyas dimensiones estaban pensadas para facilitar
que las tropas y la artillería pueda desplegarse contra cualquier intento de levantar barricadas
durante las insurrecciones populares. Además de esto, la planificación urbana de París concibió la
creación de espacios para mercados centrales, así como la edificación de puentes, alcantarillado,
mecanismos de abastecimiento de agua y calles que debían estar bordeadas por pequeños negocios
y tiendas, y en cuyas esquinas debía haber cafés y restaurantes, en un proceso al que se debe
considerar una auténtica organización técnica del consumo. Hacia 1880 el diseño de G. E.
Haussmann ya era asumido como el paradigma mismo del urbanismo moderno, en la medida en
que convirtió a la ciudad en una máquina que debía cumplir con determinadas funciones relativas
a la visibilidad, la circulación y el control sobre el espacio citadino (Durán Castro, 2009).
A la par del proceso de reestructuración arquitectónica del espacio público se fue produciendo
también una decisiva transformación del espacio de la experiencia privada. En efecto, una
consecuencia inintencionada del nuevo sistema urbano parisino fue que el bulevar se volvió tan
Novasinergia 2023, 6(2), 06-22 18
esencial como el tocador para una experiencia tan decisiva de la modernidad como el amor (Berman,
1989, p.132). Sin embargo, lo que salta a la luz en este modelo del urbanismo moderno es que, al
demolerse los viejos barrios obreros, por considerarse sucios, enfermizos y mal organizados,
emergía una cuestión para la cual aquello que Friedrich Engels llamó haussmanización de la ciudad
no tenía respuestas: ¿a dónde irían las familias pobres que vivían en aquellos barrios que fueron
demolidos para crear ese gran “sistema circulatorio urbano”? La consecuencia de esto fue que la
miseria, antes escondida en los sucios barrios obreros, sale a la luz en una pululación incontenible
por las nuevas calles y bulevares, en un proceso al que se puede denominar dialéctica de la
haussmanización: “las callejuelas y los callejones sin salida más escandalosos desaparecen y la
burguesía se glorifica con un resultado tan grandioso; pero… callejuelas y callejones sin salida
reaparecen prontamente en otra parte, y muy a menudo en lugares muy próximos” (Engels, 1973,
p.372).
Así pues, se manifiesta con toda crudeza la división de clases en la ciudad moderna, cuestión que a
su vez -de manera coherente con la tesis de Berman según la cual el ser moderno debe pensarse
correlativamente al entorno moderno- abre nuevas divisiones internas en el ser moderno: la felicidad
personal y el amor se muestran como un privilegio de clase, como algo cuyas posibilidades de
consecución están claramente diferenciadas según la lógica espacial del urbanismo moderno. Al
tiempo que en el interior de los cafés los amantes pueden desplegar su cortejo romántico, en el
exterior -al otro lado de esos cristales que Walter Benjamin (2005) identificó, junto con el hierro y la
iluminación a gas, como elementos constitutivos de la experiencia onírica, fantasmagórica y
fetichista que caracterizó a la arquitectura del siglo XIX- contemplan hambrientas las miserables
masas que ahora se convierten en moneda corriente en los flujos urbanos de las metrópolis moderno-
capitalistas.
La sociedad moderna capitalista ha descubierto tanto la capacidad como la urgencia de modelar su
propio entorno, y para ello ha tenido que dotarse de una técnica específica que le permita configurar
a su manera el espacio. Esa técnica es el urbanismo que, como sostiene Guy Debord (2015), debe
comprenderse como la técnica de conquista del espacio natural y humano que despliega el
capitalismo, dado que requiere reconstruir la totalidad del espacio para reducirlo a ser una
mercancía entre otras mercancías, para convertirlo en el simple decorado de la subyacente lógica de
la valorización del valor.
En tanto que técnica, el urbanismo planteará que el espacio debe estudiarse de manera objetiva y
neutral, pretendiendo convertir al espacio en algo inocuo y apolítico (Lefebvre, 1976, p.44). El
presupuesto de base es que lo político es un obstáculo para la racionalidad abstractiva y
homogenizante. Sin embargo, la tesis fundamental de Lefebvre contra el urbanismo moderno es que
el espacio es esencialmente político y estratégico, por lo que, incluso el hecho de que hoy pueda
aparecer como algo neutro y apolítico responde al hecho de que ya ha sido objeto de políticas y
estrategias anteriores que han querido efectuarle esa reducción. El espacio no puede dejar de ser
político porque es un producto social.
Ejemplo paradigmático de esta tesis es precisamente el bulevar, que para Berman (1989) debe ser
visto como el símbolo típico del urbanismo decimonónico. El propósito consciente del bulevar,
contradictorio, pero no por ello menos real, era reunir a los habitantes de la ciudad en un espacio
que, al mismo tiempo, estaba concebido para desarticular cualquier sublevación política que
pretenda tomarse las calles. De ahí que para Guy Debord (2015) el urbanismo deba ser visto como
la “tarea ininterrumpida” para salvaguardar el poder de la clase dominante. En efecto, el urbanismo
moderno es una técnica de separación y atomización de los trabajadores, a los que las condiciones
de la vida moderna amenazan peligrosamente con reunir. La lucha burguesa por evitar el encuentro
Novasinergia 2023, 6(2), 06-22 19
y la reunión obrera encontró en el urbanismo su técnica privilegiada. La única reunión posible en el
bulevar del siglo XIX debía ser entonces esencialmente apolítica.
Ahora bien, la Comuna de París demostró que el proyecto de Haussmann no era suficiente para
evitar que se levanten barricadas en las calles. Por eso, durante el siglo XX, fue prioridad de la técnica
urbanística la construcción de espacios disociados y organizados de tal modo que consigan
imposibilitar en ellos los enfrentamientos y la toma política de la ciudad. El bulevar se demuestra
inapropiado, y por eso el nuevo gran símbolo del urbanismo será la autopista, cuya intención
expresa será separar. La gran figura de esta transformación fue Le Corbusier, quien explícitamente
concibió y dirigió esa transformación decisiva para las ciudades modernas: el hombre de la calle
debía convertirse en el “hombre de coche”. A partir de entonces la ciudad será explícitamente
concebida como ámbito para el tráfico de automóviles, bajo la consigna, tras el fracaso de la
haussmanización de las ciudades europeas, de que la alternativa política decisiva se jugaba en las
ciudades: “¡arquitectura o revolución!” fue entonces el gran eslogan, y la gran convicción era que la
revolución política podía ser evitada, siempre y cuando la avenida sustituya a la calle, bajo la
pretensión de evitar así el estallido social de las contradicciones urbanas.
No deja de haber en todo esto una profunda ironía, pues el triunfo del urbanismo modernista,
paradójicamente, ha contribuido a destruir una vida urbana que, en principio, quería posibilitar y
liberar. En una época donde las grandes ciudades y metrópolis, tanto de los centros del capitalismo
como de sus periferias, están subsumidas al imperio maquínico del automóvil, no se puede ignorar
que “la campaña contra la calle fue sólo una fase de una guerra más amplia contra la propia ciudad
moderna” (Berman, 1989, p.170. Ver también; Debord, 2015, p.146). Es decir, ahí donde el automóvil
ha reemplazado a las personas, y donde la avenida sustituye a la calle y al bulevar, difícilmente
podemos seguir hablando con propiedad de la existencia de ciudades. Por eso decía Debord a finales
de la década de 1960 que la fase actual del capitalismo consiste en la autodestrucción del medio
urbano.
El urbanismo es una máquina que, en un primer movimiento aísla a los individuos y, en un segundo
movimiento constituye, a partir de esos elementos atomizados, una seudocolectividad, la cual
constituye el grado máximo de concreción social al que se puede aspirar al interior de las ciudades
de la modernidad capitalista.
4. Conclusiones
En la gran ciudad moderna difícilmente pervive algo de su antiguo carácter de obra, y,
atravesada como está de grandes avenidas y autopistas, ha visto desaparecer a la calle como espacio
de encuentro y reunión. Las ciudades de la modernidad capitalista están gobernadas, desde
mediados del siglo XX, por una auténtica "dictadura del automóvil” (Debord, 2015, p.146), la cual
convierte a todo espacio, actual o potencialmente, en una autopista. Sin embargo, en el carácter de
obra que dormita en la arquitectura urbana, y junto con él, en el predominio del valor de uso de los
espacios de la ciudad, así como en la calle comprendida como espacio de reunión, reside toda la
potencia política que dormita en las realidades urbanas contemporáneas. El futuro de la vida
citadina depende de la capacidad que los habitantes de las ciudades tengan para despertar esa
potencia política con el objetivo de restituir el valor de uso de la ciudad.
Tal y como ha sostenido Berman (1989), el achatamiento del paisaje urbano es siempre equivalente
al achatamiento del pensamiento social. Sigue siendo enteramente relevante por ese motivo la tesis
de Guy Debord (2015) según la cual la historia es la fuerza a través de la cual se puede someter el
espacio de la urbanización capitalista al tiempo de la vida, tesis que equivale a sostener la urgencia
Novasinergia 2023, 6(2), 06-22 20
de recuperar a la ciudad como obra, como espacio definido por su valor de uso. Esta es la única
forma de desactivar esa máquina atomizadora que es el urbanismo moderno y de hacer posible la
transformación de las seudocolectividades citadinas en verdaderas colectividades humanas, capaces
de revertir la despolitización y neutralización del espacio social. Por eso suscribimos aquella tesis de
Debord que sostiene que “la revolución proletaria es la crítica de la geografía humana(p.150), pues
una colectividad reconstituida no deberá dar forma tan sólo a los acontecimientos decisivos de la vida
social, sino también a sus respectivos emplazamientos. Por lo tanto, hoy es indispensable una política
que no se conciba solamente como una praxis de transformación en el tiempo, sino también como
una praxis de transformación en el espacio y del espacio.
Actualmente, la lucha urbana requiere concentrarse en la restitución de la autonomía de los lugares,
es decir, en su independización de la lógica de acumulación del capital que ha reducido a las
ciudades a ser espacios abstractos y homogéneos, simples productos que valen tan sólo en la medida
en que pueden ser intercambiados en el mercado inmobiliario. Para que esto sea posible es
indispensable reconocer que no se trata de una tarea técnica sino estrictamente política, en la medida
en que requiere, como ya sugirió David Harvey (2013), de la reivindicación de un poder
configurador sobre la lógica y la dirección de los procesos de urbanización, sobre el modo en cómo
se hacen y rehacen las ciudades, sobre su sentido y su fundamento. Se requiere, por lo tanto, ir más
allá de las soluciones puramente técnicas a las cuestiones urbanas actuales, y restituir el sentido de
estas cuestiones en toda su dimensión política: una dimensión que, en consecuencia, demanda
soluciones políticas.
Se necesita entonces de unos habitantes de la ciudad que reclamen para sí la potencia y la capacidad
de actuar decisivamente en la forma y la configuración de la vida urbana. A esto, y no a otra cosa,
es a lo que con propiedad podemos llamar un “derecho a la ciudad”.
Conflicto de interés
El autor declara que no existe conflicto de interés alguno respecto de la presente
investigación.
Referencias
Bajtín, M. (2018). La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento. El contexto de François Rebelais. Edición
digital: epublibre.
Baudelaire, Ch. (1995). El pintor de la vida moderna. Murcia: Cajamurcia.
Bauman, Z. (2003). Modernidad líquida. México: Fondo de Cultura Económica.
Bellamy Foster, J. (2000). La ecología de Marx. Materialismo y naturaleza. Madrid: Ediciones de Intervención
Cultural/El Viejo Topo. Traducción: Carlos Martín y Carmen González.
Benjamin, W. (2005). Libro de los pasajes. Madrid: Akal.
Berman, M. (1989). Todo lo sólido se desvanece en el aire. Buenos Aires: Siglo XXI.
Braudel, F., Martín, F. R., & Tovar, I. P. V. (1984). Civilización material, economía y capitalismo, siglos XV-
XVIII (Vol. 1). Madrid: Alianza.
Carrión, F. (2001). Las nuevas tendencias de la urbanización en América Latina. La ciudad construida. Urbanismo
en América Latina, (pp. 7-24). Quito: FLACSO. Recuperado de
http://works.bepress.com/cgi/viewcontent.cgi?article=1107&context=fernando_carrion#page=7.
Novasinergia 2023, 6(2), 06-22 21
Cobos, E. P. (2014). La ciudad capitalista en el patrón neoliberal de acumulación en América Latina. Cadernos
métropole, 16, 37-60. https://doi.org/10.1590/2236-9996.2014-3102.
Cobos, E. P. (2020). Estado subsidiario, capital inmobiliario-financiero y ciudad neoliberal. En: Camargo Sierra,
A. (comp.) Políticas urbanas y dinámicas socioespaciales: vivienda, renovación urbana y patrimonio. Bogotá:
Universidad Pontificia Bolivariana, 19-41. Recuperado de https://acortar.link/pbpuKi.
Costes, L. (2011). Del "derecho a la ciudad" de Henri Lefebvre a la universalidad de la urbanización moderna.
Urban, (2), 89-100. https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=3762679 .
Debord, G. (2015). La sociedad del espectáculo. Valencia: Pre-textos.
Durán Castro, M. (2009). La máquina de visión y la arquitectura moderna en la constitución de las sociedades
de control. Cuadernos de música, artes visuales y artes escénicas, vol. 5, núm.1, 51-66.
http://www.javeriana.edu.co/revistas/Facultad/artes/cuadernos/index.html.
Echeverría, B. (2011). Modernidad y capitalismo: 15 tesis sobre la modernidad. Viceprecidencia del Estado
plurinacional de Bolivia (comp.), Antología: Bolívar Echeverría. Crítica de la modernidad capitalista,
67-116.
Engels, F. (1973). Contribución al problema de la vivienda. En: Marx, C. y Engels, F. Obras escogidas en tres
tomos. T. II. (pp.314-396). Moscú: Editorial Progreso.
Enríquez Acosta, J. Á. (2007). Ciudad de muros: Socialización y tipología de las urbanizaciones cerradas en
Tijuana. Frontera norte, 19(38), 127-156. Recuperado de
https://www.scielo.org.mx/pdf/fn/v19n38/v19n38a5.pdf.
Harvey, D. (1998). La condición de la posmodernidad. Buenos Aires: Amorrortu Editores.
Harvey, D. (2013). Ciudades rebeldes. Del derecho de la ciudad a la revolución urbana. Madrid: Akal. Recuperado de
https://acortar.link/pNoRov.
Hernández Ramírez, J. (2018). La voracidad del turismo y el derecho a la ciudad. Revista Andaluza de
Antropología, 15, 22-46. https://doi.org/10.12795/RAA.2018.15.02.
Herrero, G. P., y Pérez, F. J. M. (2001). Industria y ciudad: entre la aceptación y el rechazo de una relación
histórica. Investigaciones Geográficas (Esp), (25), 67-93. Alicante: Universidad de Alicante. Recuperado
de https://www.redalyc.org/pdf/176/17602504.pdf.
Lefebvre, H. (1976). Espacio y política. Barcelona: Ediciones Península. 151-2.
Lefebvre, H. (2013). La producción del espacio. Madrid: Capitán Swing Libros.
Lefebvre, H. (2017). El derecho a la ciudad. Madrid: Capitán Swing.
López, L. M. (2020). El capital inmobiliario-financiero y la producción de la ciudad latinoamericana hoy.
Cadernos Metrópole, 22, 665-682. https://doi.org/10.1590/2236-9996.2020-4901.
Marx, K. (1979). El capital. T.I. Vol.2. México; Siglo XXI Editores.
Marx, K. (1980). El capital. T.I. Vol.1. México; Siglo XXI Editores.
Mathivet, C. (2010). El derecho a la ciudad: claves para entender la propuesta de crear “otra ciudad posible”.
Ciudades para todos: por el derecho a la ciudad, propuestas y experiencias (pp.23-28). Santiago de Chile:
Habitat International Coalition. Recuperado de https://acortar.link/zGJamR.
Mendoza, F. R., & Aste, G. H. (2010). Imaginarios sociales urbanos vinculados a barrios cerrados en el Gran
Concepción, Chile. Sociedad Hoy, (18), 65-83. Recuperado de
https://www.redalyc.org/pdf/902/90223045006.pdf.
Murray Mas, I. (2014). Bienvenidos a la fiesta: turistización planetaria y ciudades-espectáculo (y algo más).
Ecología Política, 47, 8791. Recuperado de http://www.jstor.org/stable/43528418.
Simmel, G. (1976). Filosofía del dinero. Madrid: Instituto de Estudios Políticos.
Novasinergia 2023, 6(2), 06-22 22
Simmel, G. (1986). Las grandes ciudades y la vida del espíritu. Cuadernos Políticos, nº45, pp.5-10. México:
Editorial Era.
Weber, M. (1964). Economía y sociedad. Madrid: Fondo de Cultura Económica.
Weber, M. (2016). La ética protestante y el “espíritu” del capitalismo. Madrid: Alianza. Recuperado de
https://acortar.link/5KqyRm.