Universidad Nacional de Chimborazo
NOVASINERGIA, 2020, Vol. 3, No. 2, junio-noviembre (6-29)
ISSN: 2631-2654
https://doi.org/10.37135/ns.01.06.01
Artículo de Revisión
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COVID-2019: Una revisión de la nueva crisis pandémica
COVID-2019: A review of the new pandemic crisis
Ricardo R. Contreras
Laboratorio de Organometálicos, Departamento de Química, Facultad de Ciencias,
Universidad de Los Andes, Mérida, Venezuela, 5101
* Correspondencia: ricardo@ula.ve
Recibido 09 noviembre 2020; Aceptado 16 noviembre 2020; Publicado 01 diciembre 2020
Resumen:
La pandemia del COVID-19, causada por el nuevo coronavirus 2019-nCoV y
responsable del síndrome respiratorio agudo severo por coronavirus 2 (SARS-
CoV-2), constituye un punto de inflexión en la historia humana. La patogenicidad
del virus y su capacidad para crear rápidamente una infección generalizada con
graves consecuencias y alta mortalidad, justifican la adopción de medidas
extraordinarias de prevención y control. Las tasas de infección por COVID-19
están en constante evolución, y es muy difícil predecir el comportamiento de la
enfermedad, en consecuencia, se requiere el desarrollo urgente de nuevos fármacos
o la reutilización de medicamentos conocidos. A pesar de que es un proceso
complejo y que las pruebas clínicas tienen graves implicaciones bioéticas, la
investigación sigue avanzando, el sector científico está produciendo resultados de
calidad, entre ellos el primer antiviral aprobado contra el SARS-CoV-2, el
Veklury® o remdesivir. Existen muchos otros agentes terapéuticos en
investigación, y se hacen grandes esfuerzos por obtener una posible vacuna. En
este artículo se hace una revisión sistemática de (1) las pandemias a lo largo de la
historia, (2) la descripción del nuevo coronavirus 2019-nCoV, (3) los mecanismos
de trasmisión, (4) las pruebas de diagnóstico, (5) algunos de los fármacos que se
están probando (cloroquina, lopinavir/ritonavir, ribavirina, favipiravir,
oseltamivir), (6) agentes inmunomoduladores (tocilizumab, anakinra interferones,
transfusiones de plasma), (7) agentes coadyuvantes (azitromicina, corticosteroides,
mesilato de camostat) y, finalmente, (8) la situación en que se encuentra el
desarrollo de una posible vacuna.
Palabras clave:
Cloroquina, COVID-19, pandemia, remdesivir, SARS-CoV-2.
Abstract:
The COVID-19 pandemic, caused by the new coronavirus 2019-nCoV that is
responsible for the severe coronavirus-2 acute respiratory syndrome (SARS-CoV-
2), is a turning point in human history. The virus's pathogenicity and its capacity
to quickly create a generalized infection with severe consequences and high
mortality justify the adoption of extraordinary prevention and control measures.
COVID-19 infection rates are continually evolving. It is tough to predict the
disease's behavior; therefore, it is imperative to develop new drugs or reuse known
drugs. Although it is a complicated process and clinical trials have profound
bioethical implications, research continues to advance. The scientific sector
produces quality results, including the first antiviral approved against SARS-CoV-
2, Veklury®, or remdesivir. Many other therapeutic agents are under
investigation, and scientists make great efforts to obtain a possible vaccine. This
article provides a systematic review of (1) the pandemics throughout history, (2)
the new coronavirus 2019-nCoV description, (3) transmission mechanisms, (4)
diagnostic tests, (5) tested drugs (chloroquine, lopinavir/ritonavir, ribavirin,
favipiravir, and oseltamivir), (6) immunomodulatory agents (tocilizumab, anakinra
interferons, plasma transfusions), (7) coadjuvant agents (azithromycin,
corticosteroids, camostat mesylate), and (8) the current situation regarding the
development of a possible vaccine.
Keywords:
Chloroquine, COVID-19, pandemic, remdesivir, SARS-CoV-2.
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1 Introducción
El año 2020 pasará a la historia por diversos aspectos
que han afectado el devenir humano, especialmente
por la aparición del síndrome respiratorio agudo
severo por coronavirus 2 o SARS-CoV-2 (severe
acute respiratory syndrome coronavirus 2),
responsable de la enfermedad infecciosa por
coronavirus 2019 (COVID-19, coronavirus disease
2019). Esta enfermedad constituye la quinta
pandemia con registro histórico desde la gripe
española de 1918, y fue observada por primera vez
como una neumoa humana atípica en habitantes de
la ciudad de Wuhan, provincia de Hubei, China
(Huang et al., 2020), razón por lo cual esta
enfermedad se denominó inicialmente como
“neumonía de Wuhan”. Con mucha probabilidad, la
fecha más temprana de aparición de los síntomas del
COVID-19 fue el 1 diciembre de 2019, en pacientes
que presentaron un cuadro clínico inicial que incluía
fiebre, malestar general, tos seca y disnea, con
diagnóstico de neumonía viral (Zhu et al., 2020).
Posteriormente, fueron observados otros síntomas y
no fue sino hasta el 11 de enero de 2020 que el
gobierno chino confirmó el primer fallecimiento por
la enfermedad, un hombre de 61 años, expuesto al
virus en el mercado de mariscos de Wuhan, que
falleció dos días antes, el 9 de enero de 2020,
después de experimentar una insuficiencia
respiratoria a raíz una neumonía severa (Chen et al,
2020a).
Los resultados de la secuenciación genética
demostraron sin lugar a dudas que se trataba de un
nuevo virus, el séptimo miembro de la familia de los
coronavirus que ha afectado a la población humana
(Wu et al., 2020a) y, por esta razón el 12 de enero de
2020 la Organización Mundial de la Salud (OMS) le
confirió el estatus de nuevo coronavirus 2019y lo
denominó 2019-nCoV (WHO, 2020a). El virus fue
también denominado por algunos grupos de
investigación simplemente como HCoV-19 (human
coronavirus 2019) (Jiang et al., 2020), sin embargo,
a partir del 12 de febrero de 2020, y con el reporte de
situación N° 23, la OMS comenzó a utilizar las siglas
COVID-2019 (WHO, 2020b), un acrónimo que entró
a formar parte del leguaje de la población, y muy
probablemente del inconsciente colectivo,
despertando un sentimiento de incertidumbre y una
alerta mundial.
El virus hizo una rápida zoonosis (Zhang et al.,
2020a), se volvió altamente contagioso dentro de la
población humana (Chan et al, 2020a) y, desde que
se reportó el 2019-nCoV en China, ha venido
evolucionado y se ha extendido rápidamente por todo
el mundo convirtiéndose en una amenaza global. En
tal sentido, el 11 de marzo de 2020 la OMS decidió
declarar oficialmente el COVID-19 como una
pandemia, la quinta de los últimos cien años, después
de la gripe española de 1918 (Belser & Tumpey,
2018; Johnson et al., 2002) causada por el virus
H1N1, que se estima produjo entre 20 y 50 millones
de muertes; la gripe asiática de 1957 por H2N2
(Viboud et al., 2016), con 1,5 millones de
fallecimientos; la gripe de Hong Kong de 1968 por
H3N2 (Honigsbaum, 2020), con por lo menos 1
millón de decesos; y la gripe pandémica de 2009 por
H1N1 (Jhaveri, 2020), que produjo 300,000 muertes.
Ahora bien, la historia de las grandes pandemias que
han afectado a la humanidad se extiende mucho más
allá de los últimos cien años, empero, como se ha
señalado, las últimas cinco son las que se han
registrado sistemáticamente siguiendo las
herramientas del método científico.
Este artículo responde a la necesidad de presentar a
un público amplio los aspectos tecnocientíficos más
relevantes del COVID-19, y para ello se ha expuesto
de forma concisa pero sistemática una serie de
elementos de información sobre el nuevo coronavirus
y sus implicaciones en la salud humana. Esto no es
tarea fácil, pues la alerta social que se ha producido
como consecuencia de la pandemia tiene a la
comunidad científica internacional haciendo un
gigantesco esfuerzo por desarrollar estudios sobre la
patogenicidad, diseño de antivirales y el desarrollo de
vacunas contra el 2019-nCoV. En consecuencia, el
avance en el estudio de la microbiología del SARS-
CoV-2 ha crecido exponencialmente y, mientras se
escribe el presente artículo se están produciendo
nuevos hallazgos. Sin embargo, se juzga necesario
que la comunidad académica y profesional que no es
especialista en áreas relacionadas con la biomedicina,
tenga suficiente información para crearse un criterio
a fin de visualizar que el COVID-19 se quedará
perviviendo con la humanidad y es necesario
aprender a enfrentar esta microscópica pero poderosa
fuerza de la Naturaleza.
2 Metodología
En este artículo desarrolló una investigación
cualitativa-documental sobre el COVID-19. Se
utilizaron bases de datos reconocidas tales como:
Web of Science (ISI web), ScienceDirects®,
SciFinders®, PubMeds®, y Google Scholar,
haciendo énfasis en áreas relacionadas con química,
bioquímica o biomédica, y utilizando como entrada o
palabras clave: Coronavirus, COVID-19, SARS-CoV-
2, 2019-nCoV, viral pneumonia, pandemic, y otros
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términos análogos. Se empleó como rango el período
comprendido entre el 01/01/2020 al 15/10/2020,
tomando como referencia inicial los reportes
originales del virus de Wuhan.
3 Resultados y Discusión
Pandemias, plagas y pestes a lo largo de la historia
La humanidad, a través de su historia, ha convivido
con diversos tipos de epidemias o pandemias a las
que entró a dar el apelativo de pestes o plagas según
el grado de devastación que provocaban (Kiple,
1993). Desde un punto de vista epidemiológico, se
deben entrar a considerar tres categorías: (1) El
brote, que se caracteriza por la aparición repentina en
un lugar y momento específico de una enfermedad
debida a una infección. En este caso se puede tomar
como ejemplo una intoxicación alimentaria que
aparece en una comunidad y tiene una duración de
dos a tres días. También entran en esta categoría los
brotes de meningitis o sarampión que pueden tener
una duración de dos a tres meses. (2) La epidemia,
que corresponde a una enfermedad que se propaga de
manera progresiva debido a la aparición de un brote
fuera de control, y se mantiene en el tiempo. En una
epidemia se observa el aumento progresivo en el
número de casos dentro de un área geográfica
específica y mucho más extensa. Actualmente
existen modelos que permiten entrar a describir la
progresividad matemática de una epidemia sobre la
base del clásico modelo SIR y las modificaciones
MSEIR y SEIR entre otros (Bichara et al., 2015;
Hethcote, 2000; Arino et al., 2007; Brauer, 2017).
(3) La pandemia, que llega a ser declarada cuando se
cumplan dos criterios: (a) Que el brote epidémico
aparezca en más de un continente y, (b) Que los
casos registrados en una nación específica no tengan
una fuente foránea, es decir, que no sean importados,
sino que la trasmisión sea de carácter comunitaria
(Morens et al., 2009). En el caso d -19, durante las
primeras semanas, y mientras que los casos que
aparecían principalmente en Europa eran importados
y el foco epidémico se encontraba ubicado en
Wuhan, China, la situación tenía el estatus de
epidemia, pero en la misma medida que el virus
2019-nCoV se extendía y comenzaron a identificarse
casos comunitarios en varios continentes, la OMS se
vio en la obligación de declarar una situación de
pandemia.
Haciendo un poco de historia, se puede mencionar
dentro de los primeros episodios epidémicos con
registro histórico a la “plaga de Atenas” (Soupios,
2004), que apareció en esta ciudad alrededor del año
430 antes de J.C. Esta plaga, mencionada por
Hipócrates (460-377 antes de J.C.) y Tucídides (460-
395 antes de J.C.), se desarrolló mientras la ciudad
estaba en estado de sitio por parte del ejército
espartano, algo que favoreció su rápida propagación.
Se estima que el primer brote comenzó en Etiopía y
desde allí se extendió por Egipto, cruzando el
mediterráneo hasta llegar a Atenas. Tucídides
describió una enfermedad que se caracterizaba por la
repentina aparición de fiebre alta, sed intensa
(polidipsia), lengua y garganta sangrante, piel
enrojecida y amoratada que daba lugar a la aparición
de lesiones ulcerosas (Parry, 1969). Por las
características clínicas de la enfermedad, se ha
especulado sobre la posibilidad de que se trataba de
una forma de sarampión o viruela (Cunha, 2004).
El imperio romano también vio aparecer y
desaparecer varias epidemias y, a pesar de que las
condiciones sanitarias en Roma eran avanzadas para
su época, debido a sus acueductos y alcantarillados,
desde el siglo III después de J.C., y al mismo tiempo
que se producía la decadencia del sistema político y
social, surgían brotes de diversas enfermedades
(Brothwell & Sandison, 1967).
Los problemas epidemiológicos se agravaron con la
llegada de las invasiones bárbaras, pues los pueblos
de Asia Central comenzaron a moverse hacia el
oeste, desencadenando un fenómeno de migraciones
que afectaron a las poblaciones euroasiáticas. Estos
pueblos llevaron a Europa enfermedades hasta ese
momento desconocidas para el sistema inmunológico
de los romanos. Se puede decir que las calzadas
construidas por los romanos a lo largo y ancho del
imperio, sirvieron de camino a virus y bacterias que
utilizaron como vehículo a las caravanas
comerciales, a los pueblos migrantes, y a las legiones
de soldados que debían desplazarse cumpliendo
funciones de seguridad y defensa de las fronteras
romanas. En este escenario apareció la peste
antonina, llamada así por el nombre del emperador
Marco Aurelio Antonino (Littman & Littman, 1973).
La enfermedad surg en el año 164 entre las tropas
romanas que hicieron campaña en lo que hoy es Irak
y se extendió hasta el año 189. La pandemia devastó
toda la extensión del imperio romano, desde sus
fronteras orientales en Arabia hasta sus fronteras
occidentales en el río Rin y la Galia (Alemania y
Francia), con una alta tasa de mortalidad que afectó a
toda la población, desde los nobles hasta los
plebeyos y esclavos (Fears, 2004). El famoso médico
romano Galeno (129-199) describió las
características de la misma y mencionó que los
síntomas iniciales eran fiebre alta, inflamación de
boca y garganta, polidipsia o sed intensa, diarrea y,
alrededor del noveno día una erupción cutánea, el
último signo antes de producirse el fallecimiento del
enfermo. La descripción de Galeno lleva a pensar
que podía tratarse de una especie de viruela que tuvo
como origen Asia central y el norte de China.
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Entre los años 249 y 270 se desarrolló otro episodio
pandémico de gran impacto, que fue descrito por el
obispo Cipriano de Cartago (200-258) (Harper,
2015). La enfermedad comenzaba con una fiebre
muy alta y diarrea intensa acompañada de vómitos,
polidipsia, garganta ulcerada y la aparición de una
gangrena en manos y pies. De manera similar a lo
observado en el caso ateniense, el primer brote
comenzó en el Cuerno de África, muy probablemente
en Etiopía, una región donde un virus pudo pasar con
facilidad a los humanos haciendo una zoonosis, y
desde allí se desplazó por Egipto y las colonias
romanas del norte de África, avanzando con gran
rapidez, hasta adquirir la categoría de pandemia, y su
contagio ocurría no solo de persona a persona sino a
través del contacto con las prendas u objetos de la
persona enferma. Según los registros históricos, la
patogenicidad fue de una magnitud tal que el número
de muertos era mayor que los sobrevivientes
responsables darles sepultura (Cartwright, 1993). De
acuerdo al obispo Cipriano la primera fase u oleada
de esta pandemia dudieciséis años, tiempo en el
cual la humanidad se vio obligada a cambiar su
forma de vida. Con altos y bajos, esta enfermedad
parece haber persistido en Europa durante los
siguientes tres siglos, y sus consecuencias
económicas y sociales seguramente fueron uno de los
factores que contribuyeron a la caída del sistema
imperial romano.
En el año 542 surgió la que se conocerá como tercera
gran plaga de la antigüedad clásica, la “plaga de
Justiniano” (Allen, 1979) que, por su magnitud será
considerada una de las pandemias más letales que
conoció la humanidad luego de la plaga de Atenas y
la peste antonina. Según el cronista Procopius (500-
560) el primer brote ocurrió en la ciudad de
Pelusium, en el Bajo Egipto, y se extendió por
Palestina y el Medio Oriente y, para el año 558
cuando aparecieron los primeros contagios en
Bizancio, ya tenía carácter pandémico. Una fiebre
alta y durante los primeros días de una severa
inflamación de los ganglios linfáticos (lo que se
conocerá como bubones), serán los síntomas de la
gran “plaga” propiamente dicha, que corresponde a
la peste bubónicacausada por la bacteria Yersinia
pestis. Esta enfermedad, que provoca la muerte al
quinto día de manifestar la sintomatología, fue
recurrente hasta el año 590.
La plaga por Y. pestis fue una de las enfermedades
más importantes, pues muy pocos microorganismos
han matado hasta un tercio de la población mundial
durante una pandemia, cambiado el curso de la
historia (Raoult et al., 2013). Esta enfermedad
reapareció en el siglo XIV adquiriendo la
denominación de “peste negra”, y fue bien descrita
por el cirujano francés Guy de Chauliac (1298-1368),
médico de la corte de los papas en Aviñón, quien la
asoció a una adenitis (bubón) con altísima tasa de
mortalidad.
El nuevo coronavirus del COVID-2019 y sus
características
El SARS-CoV-2 no es más que una envoltura (saco o
bolsa) esférica y microscópica de aproximadamente
120 nm de diámetro que contiene una única molécula
de ARN en la cual se encuentra codificado todo su
genoma (figura 1). El nuevo visitante que irrumpió
en la antroposfera pertenece a la subfamilia
Coronavirinae, familia Coronaviridae, orden
Nidovirales (Perlman & Netland, 2009), y se
caracteriza por unas proteínas que brotan como
espigas desde su superficie (proteína S), se alargan y
terminan en una en una punta trimérica; estas
proteínas de manera similar a las astas de una corona,
permiten al 2019-nCoV impulsarse e interaccionar,
como si fuera una “maquina molecular”, con la
célula de quien se convertirá en su hospedero.
El análisis bioinformático del genoma de un virus
encontrado en un paciente COVID-19 (Chan et al.,
2020b) permitió comparar genéticamente al 2019-
nCoV frente a otros genomas de coronavirus. En
total el genoma del nuevo coronavirus posee 29.903
nucleótidos (Wu et al., 2020a), de los cuales el 89%
tienen similitud con el encontrado en el coronavirus
del murciélago (SARS-like-CoVZXC21), asimismo
tiene un 82% de semejanza con el coronavirus
humado previamente reportado, el SARS-CoV que
también surgió en China entre 2002-2003 y causó
una epidemia por síndrome respiratorio agudo severo
que afectó a unas 8.000 personas, con una tasa de
letalidad del 10% (Luk et al., 2019). El estudio
detallado del genoma realizado sobre aquellas zonas
que almacenan la información de las estructuras más
importantes del virus: La proteína S (spike protein),
la envoltura, la membrana glicoproteica, la
nucleoproteína o nucleocápside, y el gen orf1a/b,
reiteran la cercanía del 2019-nCoV con diversos
coronavirus encontrados en murciélagos, civetas,
camellos y finalmente humanos. En general, los
coronavirus, que se identificaron por primera vez
hace setenta años, pero que no recibieron notoriedad
hasta la epidemia del 2002-2003, ocasionan
principalmente infecciones respiratorias y del tracto
gastrointestinal, y están genéticamente clasificados
en cuatro géneros (Li, 2016): Alfacoronavirus -
CoV), Betacoronavirus -CoV), Gammacoronavirus
-CoV) y Deltacoronavirus -CoV). Por sus
características genéticas el 2019-nCoV es un
betacoronavirus.
Es interesante mencionar que la proteína S del nuevo
coronavirus 2019-nCoV-2 (humano), es más larga
que sus homologas del SARS-CoV (murciélago) y
MERS-CoV (camello). El 2019-nCoV penetra en la
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célula empleando como receptor a la enzima
convertidora de angiotensina 2 (ACE-2) y, a pesar de
que la estructura de la glicoproteína de la envoltura
es ligeramente diferente, se ha demostrado in vitro
que el ACE-2 sigue siendo un receptor válido para el
SARS-CoV-2 (Zhou et al., 2020a).
Figura 1: (a) Imagen por microscopía electrónica de barrido del 2019-nCoV asilado de un paciente de la primera oleada de
contagios de SARS-CoV-2 en Wuhan, Hubei, China (Jiang, 2020). (b) Representación esquemática de las partes más
importantes del nuevo coronavirus: La proteína E (envoltura vírica), la proteína S (la espiga de la corona), la proteína N
(nucleoproteína), la membrana glicoproteica (envoltura del virus) y el ARN viral. Adicionalmente, se pueden apreciar en la
parte inferior una ampliación de las posiciones relativas de las proteínas S, N y E, de la membrana (M) en el genoma del
nuevo coronavirus 2019-nCoV y del SARS-CoV (figura adaptada de Kubina & Dziedzic, 2020 y Corman et al., 2020).
Mecanismo de trasmisión y poblaciones
susceptibles del COVID-19
El COVID-19 se puede propagar a través de
microgotas de origen respiratorio durante el contacto
cercano, en virtud de que el virus tiene un
predominio en el tracto respiratorio superior. En
consecuencia, es posible adquirir COVID-19 cuando
una persona sana se encuentra cerca de una persona
infectada que tose, estornuda o incluso habla, luego
de una exposición inicial sin tomar precauciones, del
orden de 15 minutos (este tiempo puede ser continuo
o intermitente), a menos de 2 metros de distancia (6
ft), condición que define el “contacto estrecho” según
el Centro para el Control y la Prevención de
Enfermedades de Estados Unidos (CDC). Luego de
este primer contacto pueden pasar hasta 14 días antes
de que una persona desarrolle los síntomas, sin
embargo, existen reportes que indican que la mediana
del tiempo desde que ocurre la exposición hasta el
inicio de los síntomas puede ser del orden de cuatro a
cinco días (CDC, 2020). Quizá uno de los mayores
riesgos que se observa en esta pandemia lo constituye
el hecho de que más del 80% de las personas
infectadas son asintomáticas o tienen síntomas leves
(Wu et al., 2020b), y por lo tanto son capaces de
propagar el virus sin saberlo, aunque el riesgo de
transmisión es mayor en los pacientes que
manifiestan los síntomas de la enfermedad. En virtud
de que la mayoría de los casos leves o asintomáticos
no se informan, es difícil identificar y establecer
medidas para contener las áreas de alto riesgo. Como
es bien conocido, las pautas de manejo han
recomendado lavarse las manos con frecuencia,
evitar el contacto estrecho y hacer uso racional de
una mascarilla adecuada (Tso & Cowling, 2020;
Feng et al., 2020). En tal sentido, en primer lugar, se
tiene la mascarilla N95 que ofrece la posibilidad de
filtrar hasta un 95% de las microgotas (<5 μm), es
decir, aerosoles; sobre las mascarillas quirúrgicas
existe una recomendación similar. Por otro lado, se
presentan las mascarillas KN95, que se estiman filtra
entre un 53% y 85% (Dugdale & Walensky, 2020).
No obstante, la medida más efectiva siempre será
quedarse en casa y mantener el distanciamiento
físico.
A pesar de todos los mecanismos de contención, en
una situación pandémica y frente a un virus como el
2019-nCoV, el riesgo siempre es alto y, aunque todos
los seres humanos son capaces de contraer el
COVID-19, existen poblaciones que tienen un mayor
riesgo de desarrollar la enfermedad con síntomas más
graves debido a condiciones de salud subyacentes. Se
estima que 1.700 millones de personas, que
comprenden el 22% de la población mundial, tienen
al menos una afección subyacente que aumenta la
probabilidad de tener síntomas graves por COVID-19
(desde <5% de los menores de 20 años hasta >66%
de los mayores de 70 años), así mismo,
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aproximadamente 350 millones de personas (4% de
la población mundial) tienen un alto riesgo de llegar
a un cuadro grave de COVID-19 que va requerir el
ingreso a un centro hospitalario (que van desde <1%
de los menores de 20 años a aproximadamente el
20% de las personas mayores de 70 años) (Clark et
al., 2020). En el caso de los adultos mayores (13,4%
de los pacientes mayores de 80 años) el riesgo es
mayor debido a un sistema inmunológico debilitado y
a las patologías preexistentes que aceleran la
infección viral (Verity et al., 2020; Rothan &
Byrareddy, 2020). El ejemplo emblemático lo
encontramos en Europa y el caso español e italiano
donde se observó un alto número de brotes de
COVID-19 en centros de atención al adulto mayor
con altas tasas de morbilidad y letalidad. Las
personas de cualquier edad pero que han desarrollado
afecciones médicas subyacentes tales como
enfermedades cardiovasculares, hipertensión,
diabetes, enfermedades respiratorias crónicas,
enfermedad renal crónica y cáncer, también tienen un
mayor riesgo de sufrir desenlaces fatales.
Los pacientes inmunodeprimidos, ya sea por
condiciones preexistentes o tratamientos médicos
como en el caso de los que están sometidos a
quimioterapia (Xia et al., 2020) tienen una capacidad
reducida para resolver infecciones virales, lo que
hace que estos pacientes sean más vulnerables al
2019-nCoV (Raifman & Raifman, 2020) y tengan
peor prognosis (Miyashita et al., 2020). En el caso de
los pacientes que son portadores del VIH, con la
enfermedad bien controlada, no tienen riesgo de
COVID19 mayor que la población general, pero lo
que no está claro es si aquellos pacientes mal
controlados tienen peores resultados (Cooper et al.,
2020). Otros estudios introducen nuevos criterios de
riesgo como niveles de colesterol elevado,
tabaquismo, un anormal índice de masa corporal,
inadecuados niveles de vitamina D, mala
alimentación, estatus socioeconómico e incluso
origen étnico (Raisi-Estabragh et al., 2020).
Es importante señalar que el COVID-19 se puede
expresar con sus síntomas más graves en personas sin
factores de riesgo conocidos y, no obstante, la
existencia de los grupos o poblaciones de riesgo no
existe edad o grupo etario que pueda considerarse
inmune a la enfermedad y, en consecuencia, todos sin
distinción deben tomar las medidas de protección.
El COVID-19, síntomas y patogenicidad
La “patogenicidad” de un virus define la gravedad de
los problemas de salud que se producen cuando una
persona se convierte en el hospedero, especialmente
cuando se compara entre diferentes virus; en tal
sentido, el virus del ébola (EVE) es más patógeno
que el sarampión. Por otro lado, la “virulencia” hace
referencia a la gravedad de la enfermedad causada
por diferentes variaciones de un mismo
microorganismo o, en otras palabras, la cantidad
(carga viral) de virus que es necesaria para producir
un problema grave de salud o incluso la muerte
(Collier & Oxford, 2016). Por ejemplo, dos cepas
diferentes del virus del herpes simple (HSV)
inoculadas en la piel de un ratón pueden causar
lesiones cutáneas, sin embargo, 10 viriones o
partículas de la cepa A de este virus puede matar al
ratón, mientras que para que produzca el efecto fatal
se necesitan 10.000 viriones de la cepa B; en
consecuencia, la cepa A es mil veces más virulenta
que la cepa B.
Ahora bien, lo que debe quedar claro es que, una vez
que ocurre el contagio, se desencadenan una serie de
eventos bioquímicos, es decir, un conjunto de
interacciones entre el virus y las células dentro de las
cuales va a ocurrir su replicación, y será esto último
lo que tendrá una importancia decisiva a la hora de
determinar si va a desarrollar una infección, de que
tipo será esta, y cuál será el resultado final para la
salud del hospedero. Recordemos que un virus
buscará un hospedero con el objetivo de
reproducirse, puesto que el camino evolutivo seguido
por éstos, les condujo a una extraordinaria pero
eficiente simplicidad y los llevó a prescindir de todo
los sistemas microbiológicos necesarios para
replicarse de manera independiente, algo que si
poseen las células (incluyendo bacterias), las cuales
pueden replicarse de manera eficiente. Dicho de otra
manera, los virus van a parasitar a una célula (Carter
& Saunders, 2007) y, puesto que su objetivo es
mantenerse en el tiempo, deben valerse de las células
de su hospedero.
En el caso de los coronavirus, se ha observado que se
replican primero en las células epiteliales de los
tractos respiratorio o entérico (envolturas del
esófago, el estómago, el intestino delgado y el colon).
Debido a que los coronavirus están envueltos (ver
figura 1), los viriones son menos estables en el
medioambiente que la mayoría de los virus no
envueltos, de allí que sean susceptibles a sustancias
tensoactivas como el jabón (surfactante) que
desestabilizan su membrana. Aunque la transmisión
se encuentra asociada a un contacto cercano entre
hospederos, el SARS-CoV-2 es sorprendentemente
estable en superficies ambientales (Burrell et al.,
2017) razón por la cual higienizar es tan importante.
La patogenicidad y la respuesta inmune a los
coronavirus se ha estudiado más en las infecciones
por coronavirus en animales y, en este orden de
ideas, el virus de la hepatitis del ratón (MHV), que es
un betacoronavirus similar al 2019-nCoV, abarca un
conjunto de cepas que causan infecciones del tracto
gastrointestinal, hepáticas, respiratorias o del sistema
nervioso central. Debido a que la enfermedad
http://novasinergia.unach.edu.ec 12
neurológica causada por el MHV simula la esclerosis
múltiple en humanos, se han realizado estudios
detallados al respecto (Coleman & Frieman, 2014).
Para causar la enfermedad, el coronavirus, y en
general cualquier virus, tiene que superar una serie de
obstáculos, que varían según sus características y
según su hospedero. En este orden de ideas, los
eventos que suceden son: (1) Invadir el hospedero;
(2) Establecer una cabeza de puente mediante la
replicación en células susceptibles en el sitio de
inoculación o de contacto; (3) Superar las defensas
locales, por ejemplo, linfocitos, macrófagos e
interferón (IFN); (4) Propagarse desde el lugar de la
inoculación a otras áreas, normalmente a través del
torrente sanguíneo; (5) Incrementar su replicación en
su área objetivo, ya sea localizada (como en el caso
de la conjuntivitis por adenovirus) o generalizada
(como ocurre con el sarampión) y, finalmente, (6)
Salir del hospedero en cantidades lo suficientemente
grandes como para infectar a otros hospederos
susceptibles y así asegurar la pervivencia. Como se
puede apreciar, el virus tiene una especie de “plan de
ataque” que le permite invadir a un hospedero en
particular y luego propagarse indefinidamente hasta
que se den las condiciones para que sea contenido y,
como puede inferirse, algunas de estas etapas
dependen de las características del virus, de la forma
en que ocurre la interacción virus/hospedero, tanto
dentro de las células individuales como del
organismo en general, y toma en cuenta las defensas
inmunitarias o la resistencia que le pueda hacer el
hospedero.
A partir de la descripción anterior, es importante
conocer las vías que el virus utilizará para realizar su
plan de ataque, en este caso la piel, las membranas y
mucosas, la ruta respiratoria, pero también la
gastrointestinal o la vía genital, solo por mencionar
algunas.
En consecuencia, el virus puede ingresar a través de
una superficie epitelial, donde experimentará una
replicación limitada, a partir de allí los viriones
migran a los ganglios linfáticos donde algunos son
atrapados por los macrófagos que, en una primera
instancia, consiguen detenerlos, pero otros muchos
ingresan al torrente sanguíneo. Esta etapa constituye
una viremia primaria, que a veces da lugar a malestar
general y fiebre. Una vez en el torrente sanguíneo, el
virus gana acceso a los órganos reticuloendoteliales
grandes (bazo, hígado y médula ósea), donde se
amplifica la capacidad de replicarse, y por lo tanto se
produce una gran cantidad de viriones que
nuevamente, pero de forma masiva, van haciendo uso
del torrente sanguíneo para diseminarse, causando la
viremia secundaria. Desde el torrente sanguíneo, el
virus alcanza su meta, algún órgano específico del
cuerpo cuya identidad dependerá del propio virus
(tropismo tisular). Esto último va a determinar las
características clínicas de la enfermedad. Este
conjunto de etapas en las que el virus va invadiendo a
su hospedero, justifican que las viremias tomen un
tiempo hasta que se manifiesta la enfermedad, lo que
explica la necesidad de un período de incubación del
orden de 2 semanas.
En el caso específico del 2019-nCoV, se han
reportado con detalle los síntomas que se producen
con motivo de su contagio, entre los cuales se
destacan fiebre, cefalea, dolor de garganta, anosmia
(pérdida del sentido del olfato), astenia (debilidad
general), síntomas digestivos como dolor abdominal,
diarrea, náuseas, estreñimiento, y anorexia, síntomas
hepáticos, en este caso la hipertransaminasemia, y
finalmente síntomas propiamente respiratorios
comenzando por la tos, que puede llegar a una
neumonía atípica y severa, que es la principal causa
de muerte en los pacientes con COVID-19. Esta
neumonía atípica implica una fuerte dificultad
respiratoria debido a la inflamación en el
revestimiento de los pulmones causada por la
tormenta de citoquinas”, que se observa en la
insuficiencia respiratoria y en todos los casos de no
supervivencia. La inflamación resultante en los
pulmones viene a dar acceso a un numeroso conjunto
de infecciones asociadas con insuficiencia de órganos
diana de la coagulopatía. De hecho, el COVID-19
coloca de manifiesto infecciones desatendidas o
subyacentes que nunca se expresaron con
anterioridad, pero que ahora surgen con fuerza en los
pacientes, por ejemplo, alteraciones cutáneas tipo
psoriasis (Pigliacelli et al., 2020). En tales
condiciones sobreviene un choque séptico que genera
una falla multiorgánica y finalmente la muerte.
El diagnóstico del COVID-19. La RT-PCR y las
pruebas rápidas
Como se ha señalado, el orden en el cual los síntomas
del coronavirus aparecen inicialmente sería fiebre,
cefalea, dolor de garganta, anosmia, astenia, dolor
muscular y luego náuseas y/o vómitos y diarrea.
Conocer el orden de aparición de los síntomas es
importante especialmente para que los afectados por
el COVID-19 puedan tomar la decisión de practicar
un autoaislamiento o buscar atención médica
rápidamente, lo cual es importante debido a que se ha
observado que los pacientes pueden llegar a
desarrollar el síndrome respiratorio agudo dentro de
los dos días posteriores al ingreso hospitalario, lo que
requiere soporte ventilatorio, una fase donde la
mortalidad tiende a ser alta (Huang et al, 2020).
Identificar el orden de aparición de las características
clínicas ayuda también a liberar un poco de presión
sobre los centros de salud que obviamente no estaban
preparados para atender una pandemia de esta
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naturaleza y los problemas éticos que implica la
clasificación (triage) de los pacientes pues sólo habrá
un número limitado de camas, ventiladores,
enfermeras y médicos disponibles (White & Lo,
2020; Tabery & Mackett, 2008). Por otro lado,
conocer en detalle toda la sintomatología colabora
con los profesionales de la salud que pueden
descartar otras enfermedades y establecer un plan de
acción sobre el tratamiento de cada paciente (Larsen
et al., 2020) e intervenir de manera temprana, antes
de que aparezca el síndrome respiratorio agudo. El
orden de aparición de los síntomas es especialmente
importante en momentos en los cuales se observan
ciclos superpuestos de enfermedades como la gripe
que coinciden con el COVID-19, puesto que la fiebre
y la tos se asocian con una variedad de enfermedades
respiratorias.
Uno de los principales métodos de diagnóstico del
SARS-CoV-2 se basa en la reacción en cadena de la
polimerasa con transcripción inversa en tiempo real,
RT-PCR (real-time reverse-transcriptase-polymerase
chain reaction) y en los estudios por imagenología
(radiografía y tomografía computarizada) (Udugama
et al., 2020; Long et al., 2020; Xiao et al., 2020;
Corman et al., 2020). Adicionalmente, se encuentran
desarrolladas las pruebas de inmunodiagnóstico,
basadas en la presencia de anticuerpos, las
denominadas pruebas rápidas, o kits de pruebas de
diagnóstico, POC (point-of-care), que están
desempeñando un papel importante. En principio,
estas pruebas rápidas fueron recomendadas por la
OMS solo para fines de investigación, sin embargo,
durante el primer semestre de 2020 muchos países
adoptaron la decisión de implementar de manera
preventiva el uso de estas pruebas rápidas con la
esperanza de aumentar el número y la velocidad de
las pruebas (Kubina & Dziedzic, 2020). No obstante,
muy pronto se comenzaron a observar variaciones
entre los resultados, generando un debate sobre la
sensibilidad y especificidad de las pruebas de
inmunodiagnóstico (Keni et al., 2020). En las
pruebas inmunológicas, es mucho más adecuado
analizar los anticuerpos producidos como respuesta
al virus, en lugar de analizar la presencia de proteínas
virales, especialmente si se considera que los
anticuerpos pueden estar presentes en mayor cantidad
y durante un período más largo. No obstante, una
prueba rápida nunca podrá sustituir a la prueba a la
RT-PCR o a los estudios por imagenología médica.
Existe una tercera clase prueba de diagnóstico para el
SARS-CoV-2, una prueba serológica, la tradicional
prueba de sangre. Se trata de ensayos basados en la
inmunoglobulina (IgG, IgM o ambos), por medio de
inmunoabsorbente ligado a enzimas (ELISA),
inmunoensayos de flujo lateral o
inmunocromatográficos (LFIA), y los
inmunoensayos por tecnología quimioluminiscente
(CLIA). Estas pruebas son una herramienta útil en el
diagnóstico, pero su sensibilidad y la especificidad,
las plantea como una alternativa complementaria a la
prueba RT-PCR (Bastos et al., 2020).
Tratamientos para el COVID-19. Remdesivir o
Veklury®
El SARS-CoV-2 no dispone aún de un único
tratamiento, se trata más bien de una estrategia o
combinación de tratamientos (Pushpakom et al.,
2018) que se aplica según aparecen los síntomas. En
tal sentido, la Organización Mundial de la Salud y
sus aliados institucionales, desde el mes de marzo de
2020, han patrocinado el ensayo Solidarity(WHO,
2020c), un ensayo clínico internacional dirigido a
encontrar un tratamiento eficaz para el COVID-19, y
constituye uno de los ensayos aleatorizados
internacionales más grandes que involucra a 9.000
pacientes en 500 centros hospitalarios de más de 30
países (WHO, 2020d).
El ensayo Solidarity está suministrando importante
evidencia sobre la actividad de los antivirales, los
antimaláricos y el interferón, entre otros fármacos, en
un estudio que está diseñado con la finalidad de
reducir en más de un 80% el tiempo utilizado en la
“prueba controlada aleatorizada (RTA por sus siglas
en inglés). Hasta el momento, existen más de 1.200
estudios registrados en la base de datos de ensayos
clínicos administrada por la Biblioteca Nacional de
Medicina y los Institutos Nacionales de Salud de
EE.UU. (clinicaltrials.gov). Naturalmente, los
estudios se concentran en medicamentos antivirales,
pero también en medicamentos antipalúdicos y
diferentes formas de oxigenoterapia. La mayoría de
los ensayos tratan de analizar la incidencia del
medicamento en el estado clínico del paciente, en lo
que respecta a la reducción de la carga viral, el
tiempo de recuperación y la reducción de las tasas de
mortalidad, cubriendo los casos graves y leves.
Además del ensayo Solidarity existe el “ensayo
Recovery, que involucra más de 12.000 pacientes en
176 centros hospitalarios, lo cual significa que entre
los ensayos Solidarity y Recovery se agrupa una
población de 20.000 pacientes en casi un millar de
instituciones médicas.
A pesar del inmenso esfuerzo científico y
tecnológico, hasta el momento de los
aproximadamente 2.000 medicamentos probados en
estudios contra el COVID-19 (covid-trials.org), la
mayoría no han dado resultados positivos (Tikkinen
et al, 2020), excepto en el caso del antiviral
Veklury® (remdesivir, código de desarrollo GS-
5734), que comenzó a arrojar algunos resultados
preliminares de actividad (Grein et al., 2020). En el
“ensayo ACTT-1” llevado a cabo por el Instituto
Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas de
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EE.UU. (NIAID), que involucró a más de 1.000
pacientes, donde Veklury® (figura 2) demostró un
promedio de tiempo de recuperación del COVID-19
de 10 días y la mortalidad general a los 29 días fue
del 11% (FDA, 2020a). Si bien es cierto que en el
ensayo Solidarity no se observaron resultados tan
alentadores, tampoco llegaron a refutar los hallazgos
del ensayo ACTT-1 en cuanto al beneficio para los
pacientes, razón por la cual el Veklury® - remdesivir
(NDC 61958-2902-2) fue finalmente aprobado por la
Administración de Alimentos y Medicamentos de los
EE.UU. (FDA por sus siglas en inglés) como el
primer antiviral para el tratamiento del COVID-19
(FDA, 2020b), un medicamento fabricado por Gilead
Sciences, empresa estadounidense de biotecnología,
que ha elaborado otros medicamentos antivirales para
el ébola, el VIH, la hepatitis B o la influenza.
Tratamientos para el COVID-19. Cloroquina y la
dupla lopinavir/ritonavir
Los ensayos realizados hasta el momento, entre ellos
el Solidarity, no han arrojado evidencia
suficientemente en favor de un tratamiento contra el
COVID-19 basado en antimaláricos como la
cloroquina (CQ) y la (HCQ) hidroxicloroquina
(figura 3), El uso de la CQ y la HCQ se remonta a
mediados del siglo XX (Meshnick & Dobson, 2001),
pues se trata de dos fármacos indicados en el
tratamiento tanto de la malaria como de algunas
enfermedades virales, autoinmunes (Savarino et al.,
2003) y la artritis reumatoide (Schrezenmeier et al.,
2020). La CQ y la HCQ tienen mecanismos de
acción similares, pues su actividad farmacológica
incluye propiedades lisosomotrópicas, previenen la
conversión del grupo hemo tóxico en hemozoína no
tóxica, logrando, por tanto, niveles excesivos de
toxicidad dentro del parásito Plasmodium;
adicionalmente, ambos medicamentos tienen efectos
inmunorreguladores y regulan negativamente las
citoquinas proinflamatorias.
CQ y HCQ mostraron inicialmente efectos antivirales
contra SARS-CoV-2 in vitro (Liu et al., 2020a),
inhibiendo la replicación del virus (Wang et al.,
2020), y, por otro lado, se reportó que la
administración de antibióticos como azitromicina
junto con hidroxicloroquina podría ayudar en el
tratamiento de superinfecciones bacterianas
observadas en los pacientes hospitalizados (Gautret
et al.2020).
No obstante, la evidencia acumulada hasta el
momento exige que se sigan realizando estudios,
pues lo que se observa es que el uso de CQ y HCQ en
COVID-19 ha sido objeto de una controversia a nivel
mediático (Cross, 2020) y, por un lado, estos
fármacos son promocionados como una especie de
panacea, mientras que en el otro extremo son
catalogados como inútiles y hasta peligrosos (Khuroo
et al., 2020). En tal sentido, no está clara la
dosificación óptima, por ejemplo, en el caso de CQ
se indica 500 mg por vía oral una o dos veces al día
durante 5 a 10 días (Colson et al., 2020) y, para
HCQ, una dosis de 400 mg dos veces al día el día,
luego 200 mg dos veces al día en los siguientes 2-5
días (Yao et al., 2020).
Es importante señalar que, el 28 de marzo de 2020, la
FDA autorizó el uso CQ y HCQ en las emergencias
para pacientes hospitalizados con COVID-19
(Magagnoli et al., 2020), sin embargo, revocó dicha
autorización debido a informes de problemas del
ritmo cardíaco.
En todo caso, parece no existir evidencia de que el
uso de HCQ redujera el riesgo de ventilación
mecánica en los pacientes y, por otra parte, los
efectos colaterales (oculares y cardiovasculares) de
un tratamiento con CQ y HCQ deben ser vistos con
cautela (Chatre et al., 2018; Stokkermans et al.,
2019; Marmor et al., 2002).
Algo que está claro es la necesidad de investigación
al respecto, pues la familia de fármacos antipalúdicos
es extensa y, ades de CQ y HCQ se deben estudiar
los modernos antimaláricos (Ashton et al., 2019),
incluyendo compuestos complejos de metales de
transición (Navarro et al., 2010) o
metaloantimaláricos (Salas et al., 2013) y
compuestos organometálicos (Contreras et al., 2018;
Contreras et al., 2012; Aranguren & Contreras,
2010).
El medicamento antiviral Kaletra® (Corbett et al.,
2002) es una combinación de los fármacos lopinavir
(Stone et al., 2000) y ritonavir (Kempf et al., 1998),
que se administra por vía oral y se encuentre
aprobado por FDA como tratamiento de infecciones
por VIH. El lopinavir inhibe las proteasas del virus
de la inmunodeficiencia humana tipo 1 y 2 (VIH-1 y
VIH-2), dando como resultado un virus inmaduro no
infeccioso (Croxtall & Perry, 2010). Debido a su baja
biodisponibilidad oral y su alto porcentaje de
biotransformación, el lopinavir se coadministra con
ritonavir para prolongar los niveles dentro del
organismo, luego, el ritonavir actúa como un refuerzo
farmacocinético del lopinavir (Cvetkovic & Goa,
2003).
En resumen, el efecto antiviral del lopinavir responde
a su capacidad de prevenir la infección de células
susceptibles. La asociación lopinavir/ritonavir ha
sido probado antes de la pandemia sobre los
coronavirus SARS-CoV (Barrila et al., 2006) y
MERS-CoV (Rabaan et al., 2017), apuntando una
posible actividad inhibidora de la proteasa tipo 3-
quimiotripsina, que sería un objetivo clave para
evitar la replicación de coronavirus humanos. Ya en
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el marco de la pandemia del COVID-19, se realizó
un ensayo in vitro que sugiere una inhibición de la
replicación del SARS-CoV-2 (Choy et al., 2020), e
incluso se llegó a sugerir su aplicación en las etapas
iniciales de la enfermedad para reducir la mortalidad
(Jin et al., 2020). Sin embargo, la evidencia no es
suficiente como para indicar que exista un beneficio
para los pacientes (Cao et al., 2020a; Vijayvargiya et
al., 2020; Li et al., 2020).
Figura 2: Estructura química del Veklury® (remdesivir, código de desarrollo GS-5734), primer medicamento antiviral
aprobado por la FDA como tratamiento para el COVID-19. Se trata de un profármaco monofosforoamidato y nucleosídico
análogo de la adenina. Dentro de las células, se convierte en un trifosfato, que es la forma farmacológicamente activa capaz
de inhibir la ARN polimerasa viral dependiente de ARN (RdRp) (Eastman et al., 2020).
Figura 3: Estructura química de la cloroquina (R = H) y la hidroxicloroquina (R= OH).
Figura 4: Estructura química de los fármacos lopinavir (ABT-378) (Stone et al., 2000) y ritonavir (ABT-538) (Kempf et al.,
1998). La combinación de ambos responde al fármaco Kaletra® (Corbett et al., 2002).
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Otros tratamientos farmacológicos propuestos
para el COVID-19
Actualmente estamos en presencia de una carrera
contra reloj que tiene como protagonistas a
científicos de todo el mundo y al nuevo coronavirus
del COVID-19, se trata de investigar medicamentos
que tienen comprobada actividad farmacológica y
por tanto puedan ser candidatos en la lucha contra el
2019-nCoV (De Savi et al., 2020). Esta estrategia es
más efectiva que emprender el desarrollo de nuevos
fármacos, pues llevaría un tiempo que no está
disponible; sin embargo, las herramientas
tecnocientíficas con las que se cuenta en el campo de
la síntesis química de medicamentos, la química
farmacéutica y la química computacional aplicada al
diseño de fármacos, permiten visualizar poderosas
estrategias en este sentido.
Siguiendo en el campo de los antivirales, se probó
Vilona® (ribavirina) (Gebeyehu et al., 1985) (figura
5), un análogo de la guanina que tiene la capacidad
de inhibir la ARN polimerasa dependiente de ARN o
RdRp, y se usa para el tratamiento de la influenza
(Gross & Bryson, 2015) o la hepatitis C (Feld &
Hoofnagle 2005). Previamente fue probada en los
brotes de SARS-CoV de 2003 (Stockman et al.,
2006) y MERS-CoV de 2012 (Mo & Fisher, 2016),
pero no se llegó a determinar un beneficio
terapéutico significativo. A pesar de ello, se
realizaron pruebas frente al SARS-CoV-2, que
tampoco fueron concluyentes al respecto (Sanders et
al., 2020; Khalili et al., 2020).
Avigan® (favipiravir, T-705) (figura 5), es otro
antiviral que actúa vía inhibición de RdRp (Wang et
al, 2016), y está probado como tratamiento para la
influenza (Shaw 2017), el ébola y el norovirus. Las
pruebas realizadas hasta el momento indican que
favipiravir tiene un efecto superior que la dupla
lopinavir-ritonavir (Cai et al., 2020), pues se observó
una reducción en la fiebre y la tos, pero el efecto no
fue significativo entre los pacientes críticos afectados
por el COVID-19 (Chen et al., 2020b), no obstante,
estos resultados no son suficientemente significativos
como para dar continuidad a los ensayos clínicos
(McKee et al., 2020).
Tamiflu® (oseltamivir) (Magano, 2009) mostrado en
la figura 5, es el antiviral que se popularizó con
motivo de la pandemia de gripe A H1N1 de 2009-
2010, fue desde el comienzo un candidato natural a
investigar frente a el COVID-2019. Se trata de un
fármaco inhibidor de la neuraminidasa eficaz para el
tratamiento de la influenza A y B (Jefferson et al.,
2014), a pesar de ello los resultados no indican que
sea eficaz como tratamiento del COVID-19 (Awasthi
et al., 2020; Sanders et al., 2020; Yousefi et al.,
2020; Wu et al., 2020b).
Como se ha reiterado, cuando el COVID-19 infecta
el tracto respiratorio (superior e inferior), se produce
un síndrome respiratorio leve o muy agudo con la
consiguiente liberación de citocinas proinflamatorias,
incluida la interleucina IL-1 e IL-6, esto significa que
las estrategias antiinflamatorias constituyen una
valiosa herramienta frente a la enfermedad. De
hecho, los estudios encuentran en los pacientes
afectados por el SARS-CoV altos niveles de IL-6 y
otras citoquinas proinflamatorias, que son la principal
causa de la tormenta de citosinas o síndrome de
liberación de citoquinas (CRS por sus siglas en
ingles), que viene a ser la principal causa de muerte
en los pacientes más graves por el COVID-19 (Zhang
et al., 2020b). En consecuencia, la supresión de estas
citoquinas proinflamatorias resulta en un importante
efecto terapéutico (Conti et al., 2020) y esto se puede
obtener utilizando agentes antinflamatorios como el
Actemra® (tocilizumab).
Figura 5: Estructura química de los antivirales: Vilona® (ribavirina) (Gebeyehu et al., 1985); Avigan® (favipiravir, T-705)
(Wang et al., 2016) y Tamiflu® (oseltamivir) (Magano, 2009).
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Actemra® o RoActemra® (tocilizumab) es un
anticuerpo monoclonal humanizado dirigido contra el
receptor de la interleucina-6 (IL-6) y está aprobado
por la FDA para el tratamiento del síndrome de
liberación de citoquinas (SRC) propio de la artritis
reumatoide y la artritis idiopática juvenil. Algunos
estudios han reportado resultados positivos en
pacientes con un cuadro críticos del COVID-19 que
tiene niveles altos de IL-6 (Toniati et al., 2020;
Farooqi et al., 2020; Khiali et al., 2020; Xu et al.,
2020), pero es necesario continuar con los estudios
sistemáticos antes de hacer una recomendación y, en
tal sentido ya la FDA aprobó un ensayo clínico de
fase III (Salvi & Patankar, 2020), pero es necesario
tomar en consideración los costos que involucra un
tratamiento con este medicamento.
El Kineret® (anakinra), otro fármaco utilizado como
tratamiento para artritis reumatoide, que es inhibidor
de la interleucina-1, tiene un estatus similar al
tocilizumab, con un ensayo en fase II aprobado
(Cavalli et al., 2020).
Los interferones de tipo I y tipo III (IFNs) forman
parte de un grupo de biomoléculas que poseen
propiedades antivirales e inmunomoduladoras (Stark
et al., 1998; Samuel, 2001), y dentro de este grupo
los interferones tipo I, interferón-α (IFNα),
interferón-β (IFNβ), y los tipo III, interferón-λ (IFN-
λ), han sido postulados como candidatos en el
tratamiento del COVID-19 (Sallard et al., 2020;
Mantlo et al., 2020; Portela & Brites, 2020). Los
interferones se unen a los receptores de interferón
alfa/beta (IFNAR) en la membrana celular, que
fosforilan el transductor de señal y activador de la
transcripción (STAT1) y otras proteínas de este tipo
(STATs). Una vez que la proteína STAT1 alcanza el
núcleo celular, activa genes estimulados por
interferón (ISG), un proceso cuyo efecto neto es de
naturaleza inmunomoduladora y viene a interferir
con la replicación viral (Sallard et al., 2020). El
tratamiento a base de interferones tipo I se ha
investigado utilizándolos en combinación con
Vilona® (ribavirina) o con la dupla
lopinavir/ritonavir (Hung et al., 2020; Sanders et al.,
2020; Sheahan et al., 2020). Estos estudios tratan de
precisar si los efectos de este tipo de tratamiento
combinado se deben solo al interferón, a la
combinación de fármacos o a un efecto sinérgico.
Los interferones tipo I tienen diferentes grados de
actividad antiviral, por ejemplo, el IFNβ parece tener
mayor actividad en contra del coronavirus en
comparación con el IFNα (Lam et al., 2020, Dong et
al., 2020), que sería el tratamiento adecuado para
probar en las etapas iniciales del COVID-19. Como
se puede apreciar, los interferones, solos o en
combinación con fármacos antivirales, ofrecen una
interesante línea de investigación que debe proseguir
ensayos clínicos exhaustivos con la finalidad de
determinar la posibilidad de un tratamiento efectivo.
Uso de plasma de pacientes convalecientes de
COVID-19
El plasma de pacientes convalecientes se ha utilizado
para mejorar la tasa de supervivencia de los afectados
durante los brotes del SARS-CoV (Yeh et al., 2005),
el MERS-CoV (Arabi et al., 2016) o el virus del
ébola (Marano et al., 2016), razón por la cual se ha
retomado la idea de un tratamiento a base de plasma
de pacientes que se han recuperado del COVID-19,
esperando que su plasma contenga anticuerpos que
puedan ayudar a enfrentar la enfermedad (Casadevall
et al., 2020). Los primeros estudios al respecto tienen
algunos resultados positivos (Shen et al., 2020; Cao
et al., 2020b) y la FDA ha proporcionado
recomendaciones detalladas para el uso de plasma
convaleciente COVID-19 en investigación (FDA,
2020c). Este tipo de tratamiento sería beneficioso
pensando en una profilaxis posterior a una
exposición, especialmente en caso del personal
sanitario que está constantemente en alto riesgo (Yeh
et al., 2020). En este orden de ideas, se han
registrado más de 95 ensayos en el clinicaltrials.gov
(Keni et al., 2020), siendo elegibles para la donación
las personas menores de 67 años, con una prueba de
laboratorio positiva confirmada previamente para el
COVID-19, estar libres de síntomas y completamente
recuperado del virus durante al menos 28 días. Los
ensayos clínicos están dirigidos a determinar una
reducción consistente de la viremia, con incremento
en la respuesta inmunológica y, se presta una especial
atención a la reducción de la tormenta de citoquinas
(Brown & McCullough, 2020). Los resultados
iniciales encontrados en el uso de plasma
convaleciente COVID-19 indican una reducción
significativa de la carga viral con remisión de los
signos y síntomas y disminución de la mortalidad
(Rajendran et al., 2020). Por otro lado, el uso de esta
metodología podría apuntar hacia la investigación
con anticuerpos monoclonales (Marovich et al.,
2020) dirigidos a inhibir la unión del virus al receptor
ACE-2, una estrategia clave en el tratamiento contra
el SARS-CoV-2.
Azitromicina, corticosteroides y otros agentes
coadyuvantes en el tratamiento del COVID-19
La azitromicina (AZI) (Firth & Prathapan, 2020)
mostrada en la figura 6, es un antibiótico de uso
extendido contra bacterias grampositivas y
gramnegativas, se ha utilizado en el tratamiento del
COVID-19, y se hace asociada a hidroxicloroquina.
De hecho, se ha sintetizado una sustancia híbrida
entre azitromicina e hidroxicloroquina, un compuesto
de la serie de las 4-amino-7-cloroquinolinas, que
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tienen una alta selectividad hacia Plasmodium
falciparum, y su actividad antipalúdica in vitro es
1.000 veces mayor que la azitromicina sola (Pešić et
al., 2012). Uno de los ensayos clínicos sobre el
tratamiento con la mezcla azitromicina/cloroquina,
administrada individualmente o en combinación,
realizado en 1.438 pacientes COVID-19 (Rosenberg
et al., 2020), no mostró diferencias significativas
entre el grupo experimental y el control. A partir de
la evidencia encontrada se concluye en la necesidad
de realizar un mayor número de ensayos clínicos que
permitan determinar la relación riesgo/beneficio,
especialmente en lo que se refiere a la seguridad y
eficacia en la asociación de cloroquina,
hidroxicloroquina y azitromicina, para el tratamiento
de pacientes afectados por COVID-19.
Medrol® (metilprednisolona) (Furman, 2019) (figura
6) y los corticosteroides en general, se consideran
como adyuvantes en el tratamiento del COVID-19,
puesto que se han utilizado ampliamente para tratar
la neumonía grave y prevenir el daño pulmonar
debido a su capacidad para suprimir la inflamación
sistémica grave (Meduri et al., 2007). Existen varios
estudios y revisiones sistemáticas de neumonías
virales, incluidas SARS-CoV y MERS-CoV, donde
se han aplicado tratamientos a base de
corticosteroides, pero la evidencia clínica no es
concluyente (Li et al., 2020b, Liu et al., 2020b;
Russell et al., 2020a). Además, la administración
temprana de corticosteroides, especialmente en dosis
altas, podría llegar a ser perjudicial (Zhou et al.,
2020b), pero en dosis bajas pueden ser terapéutico
para los pacientes con un cuadro grave de COVID-19
y en general enfermos del síndrome de dificultad
respiratoria aguda (SDRA), con sepsis o shock
séptico (Zhou et al., 2020c). La falta de resultados
concluyentes (Yang et al., 2020) indican que el uso
de corticosteroides para el SARS-CoV-2 debe
continuar la ruta de los ensayos clínicos exhaustivos
(Russell et al., 2020b) pero, en todo caso, un
tratamiento de esta naturaleza debe ser evaluado
individualmente y considerar la gravedad de los
síntomas, el momento de la intervención, la duración
del tratamiento y la dosis a ser administrada.
Foipan® (mesilato de camostat) (Hsieh & Hsu, 2007)
(figura 6), medicamento desarrollado en la década de
1980 para el tratamiento de la pancreatitis
(Yamawaki et al., 2018), dispepsia (Ashizawa et al.,
2006) hematuria y/o proteinuria (Asami et al., 2004)
y más recientemente utilizado en MERS-CoV
(Shirato et al, 2013), ha sido considerado como una
posibilidad en los estudios sobre el COVID-19,
debido a que se comporta como un eficiente
inhibidor de proteasa contra tripsina, plasmina,
calicreína, trombina, serina y de la TMPRSS2, esta
última de gran importancia para la investigación en el
2019-nCoV (Saul & Einav, 2020; Luan et al., 2020;
Gil et al., 2020; Hoffmann et al., 2020).
Sobre la base del conocimiento del mecanismo de
infección de SARS-CoV-2, se sabe que la enzima
convertidora de angiotensina 2 (ACE2) es un
receptor celular expresado en arterias, corazón,
riñones y pulmones, que se une a la proteína S, la
espiga viral (figura 1), y constituye el receptor de
entrada celular para el nuevo coronavirus. La
proteína S se divide en dos subunidades, S1 y S2, la
primera se une a ACE2, y la segunda, se divide y se
activa a través de la proteasa transmembrana de
serina 2 asociada a la superficie del hospedero,
denominada TMPRSS2. Estas dos acciones generan
como resultado una fusión de la membrana viral con
la del hospedero, momento en el cual ARN viral se
libera en el citoplasma de la célula y comienza la
replicación del 2019-nCoV. En consecuencia, el
mesilato de camostat es un agente farmacológico
potencial para inhibir la entrada del SARS-CoV-2 en
las células, previniendo la infección inicial (Uno,
2020). Sobre la base de esta información se han
realizado varios ensayos, pero es necesario continuar
la investigación a fin de establecer un posible
tratamiento no solo en la vía de inhibición de la
proteasa TMPRSS2 (Singh et al., 2020; Huggins,
2020; Kumar et al., 2020; Bittmann et al., 2020,
Shrimp et al., 2020), sino en el área de los receptores
de la enzima convertidora de angiotensina 2 (ACE2)
(Ragia & Manolopoulos, 2020; Albini et al., 2020;
Wu et al., 2020c; Cannalire et al., 2020; Teng &
Tang, 2020).
La vacuna contra el COVID-19
La pandemia del nuevo coronavirus atrajo la mirada
de opinión pública sobre la comunidad científica
internacional que recibió una tarea tripartita, por una
parte, estudiar en detalle el virus 2019-nCoV y su
patogenicidad; en segundo lugar, encontrar
tratamientos eficientes para tratar el COVID-2019 y,
finalmente, encontrar una vacuna eficaz y segura que
permita controlar el SARS-CoV-2, que ofrezca a la
humanidad una oportunidad para enfrentar este
desafío biológico (Kaur & Gupta, 2020). Muchos
laboratorios y empresas se dieron a la tarea de
desarrollar rápidamente posibles vacunas (Graham,
2020) y, en tal sentido, existen registrados 160
ensayos de los cuales muy pocos han entrado en fase
I, II y III en los últimos 6 meses (Jeyanathan et al.,
2020; Mahase, 2020).
No obstante, la imperiosa necesidad de la vacuna
para el COVID-19, es necesario tomar en cuenta
todas las consideraciones éticas o, mejor, bioéticas
(Contreras, 2005), que giran alrededor de semejante
esfuerzo científico mundial, pues se trata no solo de
la necesidad de alcanzar a desarrollar la vacuna en un
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tiempo muy corto (Schaefer et al., 2020), sino que se
está haciendo un ensayo clínico en seres humanos,
tanto sanos como enfermos (Eyal, 2020).
Está claro que el objetivo de obtener una vacuna
contra el COVID-19 es proteger a las personas antes
de que se expongan al virus y, en la búsqueda de
alcanzar la eliminación viral, induciendo en la
persona vacunada una respuesta inmune, se está
produciendo un cambio en el equilibrio
inmunológico de su organismo y, una vez superado
este proceso, debe alcanzar de nuevo el equilibrio sin
producir ningún daño. En este sentido, se han
establecido una serie de principios que se deben
cumplir para obtener una vacuna segura y efectiva
contra el COVID-19 (Thames et al., 2020), los cuales
toman en cuenta la importancia de la especificidad de
los anticuerpos humorales y la respuesta de las
células T (Chen & Wherry, 2020). Hasta el momento,
las investigaciones publicadas sobre el MERS y
SARS aportan información valiosa (Al-Kassmy et
al., 2020), entre otras que el receptor clave es la
enzima convertidora de angiotensina 2 humana
(ACE2). Adicionalmente, se conoce que están
disponibles varias estrategias para el desarrollo de
vacunas (Caddy, 2020), que toman en cuenta, entre
otros aspectos, los vectores del virus, subunidades de
proteínas, vacunas genéticas, anticuerpos
monoclonales para inmunización, pero cada una de
estas estrategias tiene su propio balance
riesgo/beneficio (Hotez et al., 2020).
Parece estar claro que la carrera por la vacuna está
comenzando (Lurie et al., 2020), pues no solo se trata
de superar las tres etapas del ensayo clínico, sino que
una vez alcanzada una vacuna viable y segura,
comienza un complicado proceso de vacunación que
debe ser equitativo, tomando en cuenta que se deben
producir millones de dósis que deben estar
disponibles para todos los países sin que se imponga
condiciones (Bollyky et al., 2020). El desarrollo de
una vacuna contra el COVID-19, dadas las
circunstancias, impone un reto no solo técnico y
operativo (Corey et al., 2020), sino desde el punto de
vista ético (Meagher et al., 2020; Matsui et al.,
2020), tomando en cuenta no solo la naturaleza
misma de la investigación sino las decisiones que se
deben tomar respecto de quienes serán los segmentos
de la población que tendrán prioridad en el proceso
de vacunación. Por ejemplo, los criterios de
vacunación deben entrar a considerar los individuos
de alto riesgo mayores de 60 años, particularmente
aquellos con patologías previas, también se deben
tomar en cuenta los trabajadores de la salud,
especialmente los que brindan atención médica de
primera línea (Chou et al., 2020) y, así mismo, todo
el personal involucrado en industrias esenciales. Por
otra parte, es menester tomar en cuenta aquellas
personas que se han recuperado del COVID-19, pero
que han desarrollado una inmunidad deficiente y por
lo tanto pueden volver a contagiarse. Al final,
cualquiera que sea el criterio seleccionado, siempre
existirán motivos para objetarlos o discutirlos.
Figura 6: Estructura química de los fármacos: Azitromicina (AZI) (Firth & Prathapan, 2020); el híbrido
azitromicina/cloroquina (Pešić et al., 2012); Medrol® (metilprednisolona) y Foipan® (mesilato de camostat) (Hsieh & Hsu,
2007).
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4 Conclusiones
La pandemia del COVID-19 representa un desafío
global que requiere una respuesta rápida, pero a la
vez eficiente y eficaz en varios aspectos, entre ellos
el desarrollo de nuevos tratamientos, y los
correspondientes ensayos clínicos estandarizados con
altos criterios bioéticos. Las tasas de infección por
COVID-19 están en constante evolución, y es difícil
predecir el comportamiento de una enfermedad frente
a una sociedad donde los cambios económicos,
políticos y socioculturales se producen a una
velocidad sin precedentes. Sin embargo, el sector
científico está respondiendo en esta carrera contra
reloj frente al nuevo coronavirus 2019-nCoV, y se
están produciendo importantes avances en la
investigación sobre la producción agentes
farmacológicos de diverso tipo, incluyendo
antivirales, agentes inmunomoduladores, fármacos
coadyuvantes y, así mismo, se están dando avances
importantes en el desarrollo de posibles vacunas. En
la actualidad, los esfuerzos también van en la
dirección de producir un diagnóstico rápido y
confiable, y en hacer un seguimiento y
acompañamiento de los pacientes COVID-19 con
estrategias dirigidas a tratar los síntomas y prevenir
el desarrollo de infecciones graves. Se dispone del
antiviral Veklury® o remdesivir, aprobado para tratar
el SARS-CoV-2, pero existen muchos otros fármacos
que tienen ensayos clínicos avanzados. En todo caso,
la prevención sigue siendo el todo de lucha contra
el COVID-19, una enfermedad que la humanidad
debe aprender a enfrentar pues se trata de una
microscópica pero poderosa fuerza de la Naturaleza.
Conflicto de Interés
Los autores deben declarar que no existen conflictos
de interés de naturaleza alguna o en su defecto
declarar el tipo de conflicto de interés que el autor (o
autores) mantenga con la presente investigación.
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